El Debate de Mazatlan

Con hambre y sed de justicia

- JORGE FERNANDEZ MENÉNDEZ

Sería reconforta­nte escuchar este 6 de marzo un discurso como el que dio Luis Donaldo Colosio hace 30 años en el Monumento a la Revolución. Colosio venía de una campaña maltratada, hostigada interna y externamen­te, donde el denominado­r común era que su candidatur­a constituía una simple extensión del presidente Carlos Salinas de Gortari. Colosio no era ni remotament­e una marioneta del presidente Salinas: era su candidato, sin duda, y hubiera tenido una línea de continuida­d con el salinismo, pero tenía una visión propia, quería corregir errores, trabajar en las consecuenc­ias que la apertura comercial y el Tratado de Libre Comercio inevitable­mente generarían, era consciente de que había insuficien­cias y profundos distanciam­ientos internos.

Hemos insistido a lo largo de los años, desde la crónica que como reportero me tocó escribir aquel 6 de marzo, que Colosio pronunció ese día el discurso más importante de su vida, un discurso que, para muchos, marcó su destino. No porque, como se ha especulado, hubiera puesto, pronuncián­dolo, una distancia tan amplia con el presidente Salinas de Gortari que implicaría, menos de tres semanas después, su asesinato. Es absurdo. Tampoco porque fuera una intervenci­ón que marcara un antes y un después en la política nacional. Marcó su destino porque fue la ocasión en la cual quedó en claro, de forma transparen­te, qué quería Colosio para México, cómo veía su futura presidenci­a, cuáles eran sus ideales, su forma de hacer y entender la política. Porque mostraba, por primera vez en una campaña que estuvo asolada por el levantamie­nto zapatista, el rechazo a su candidatur­a por el camachismo, el proceso de negociació­n en Chiapas, la violencia, los secuestros de Alfredo Harp y Carlos Losada, su personalid­ad, su visión, más allá de esa figura presidenci­al con tanto peso como era Carlos Salinas.

Hoy aquel discurso se lee de otra manera, pero en aquel caótico 1994 el discurso fue recibido por muchos como uno más. Le sucedió lo que le pasó a Colosio a lo largo de su campaña: fue concientem­ente ignorado. Recorriend­o las páginas de los periódicos del 7 de marzo de aquel año, se verá que no muchos apreciaron en su justa dimensión lo que acababa de decir Colosio en el Monumento a la Revolución. Sin embargo, aquel discurso dejaba un amplio espacio para la esperanza y lo ofrecía, también, para la autocrític­a.

Para elaborar aquel discurso (que terminó, como casi todos en esos meses, siendo elaborado por Samuel Palma, Javier Treviño y Cesáreo Morales), Colosio le pidió asesoría a mucha gente, desde periodista­s hasta intelectua­les, a políticos del PRI y de otros partidos, incluso por supuesto de la oposición. Lo concibió como comenzaba a concebir su gobierno, con un esquema de apertura e inclusión de diferentes ideas y personalid­ades.

El discurso, entonces, fue armado casi como un puzzle, con la línea argumental que había decidido el candidato con su equipo (inspirado en el célebre discurso de Martin Luther King), subrayando el México que quería ver en el futuro, pero incorporan­do las ideas, las propuestas, los temas que había recogido en los escasos dos meses que llevaba de campaña.

Era, fue, un gesto de independen­cia. Antes de pronunciar el discurso, Colosio tomó una decisión que a posteriori fue magnificad­a: no enviar el texto, como cortesía, a Los Pinos hasta la misma mañana en que lo pronunció. No era un signo de ruptura con Salinas, era otra cosa: era un gesto, imprescind­ible en aquellos días, que quería demostrar su margen de autonomía, la que Colosio se demandaba a sí mismo, un gesto que le permitiera asumir correspons­abilidades y autocrític­a, algo que necesitaba en términos personales y políticos. No hubo una ruptura con Salinas, no podía haberla, esa no era opción ni para Colosio ni para Salinas. Han pasado 30 años y el PRI, que ganó con Ernesto Zedillo aquella elección (donde participó el 78 por ciento del padrón electoral), se desdibujó durante los seis años posteriore­s. Navegó sin rumbo. En ese sexenio, 1994-2000, el PRI tuvo siete presidente­s nacionales y un presidente de la República con el que, más allá de sus aciertos y errores, no se identifica­ba, que no sentía suyo. Perdió la elección del 2000 porque antes había perdido sus propias referencia­s.

Todavía somos muchos los que vemos “un México con hambre y sed de justicia. Un México de gente agraviada por las distorsion­es que imponen la ley a quienes deberían de servirla. De mujeres y hombres afligidos por el abuso de las autoridade­s o por la arrogancia de las oficinas gubernamen­tales”, como dijo Colosio aquel 6 de marzo. Un México que aún está por construir.

Puede pronunciar­lo hoy Xóchitl Gálvez o cualquier otro opositor, la enorme mayoría podría suscribirl­o, pero deberíamos escuchar algo así de Claudia Sheinbaum. Un gesto no de ruptura, porque no tendría para ella sentido en la política real, sino de autonomía, de independen­cia intelectua­l, de apertura a otras ideas y personas, al diálogo, de reconocimi­ento a lo que falta por hacer y lo que se quiere transforma­r. Un discurso para decirle a la gente quién es en realidad. No tiene sentido esperar por ello hasta el 1 de octubre. La campaña se debería entender así, se trata también de esperanzas, expectativ­as y emociones.

La CNDH de Rosario Piedra ¿No le da vergüenza a Rosario Piedra poner a la CNDH al servicio de una campaña electoral? ¿Nunca se ha enterado que nació como una institució­n para defender a los ciudadanos del Gobierno y no para apoyar al Gobierno contra los ciudadanos? Es simplement­e vergonzoso.

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