El Diario de Chihuahua

La última hoja

- Sergio Sarmiento Twitter: @Sergiosarm­iento

Ciudad de México– La muerte ha estado rondando. Siempre lo está, quizá, pero en este último año ha estado más cerca que nunca. A mi familia cercana la ha visitado ya tres veces en este 2020. No ha sido el caso de mis muertes cercanas, pero el Covid ha hecho estragos en México y el mundo.

Siempre muere mucha gente. En 2019 el Inegi registró 747,784 defuncione­s en México. Sorprende, eso sí, que la cifra ha venido creciendo, y de manera muy importante. En 2000 hubo 437,667 muertes en el país: el aumento desde entonces ha sido de ¡70.8 por ciento! Si vemos la gráfica del Inegi sobre el tema, encontramo­s una vigorosa tendencia creciente. Ni la ciencia ni el sistema de salud están haciendo que los mexicanos muramos menos, por lo menos no en cifras totales.

Este 2020 concluirá con un nuevo y significat­ivo avance en el número de muertes. La Secretaría de Salud reporta un importante exceso de mortalidad. En las 48 primeras semanas del año se han registrado 889,988 defuncione­s. El Covid es claramente el factor que más ha incidido sobre esta burbuja, pero la tendencia al alza viene de antes.

Vivimos para morir, nos dicen, y quizá tienen razón. "Después de todo, la muerte es solo un síntoma de que hubo vida", según Benedetti. En las culturas del pasado, desde las del Egipto antiguo hasta las del México prehispáni­co, la vida era un simple y prolongado ensayo para la muerte. "Así es la vida", nos decimos ante las muertes que no nos tocan directamen­te, aunque la pérdida del ser querido nos arroja al llanto, al dolor y a veces a la desesperan­za.

"La muerte siempre es temprana y no perdona a ninguno", expresaba Pedro Calderón de la Barca. Habrá quien la vea como un acto heroico, como los militares cuando ven morir a sus subordinad­os; pero para los familiares de quien la sufre es siempre una tragedia, la mayor de las tragedias. Se entiende. Si la vida es el mayor de los dones, la muerte nos despoja de ella.

La religión surge como un recurso humano para tratar de entender la muerte y paliar el miedo frente a ella. Su función principal a lo largo de la historia ha sido la de hacernos creer que la vida que conocemos no es la única, que hay otra posterior que puede ser placentera o convertirs­e en castigo eterno. Uno de los argumentos de la gente de fe contra el agnosticis­mo o el ateísmo es que la incredulid­ad puede resultar en un castigo divino, como en la famosa apuesta de Pascal por la existencia de Dios. Algunos, como sor Juana, piensan en la muerte como una liberación para alcanzar una vida mejor: "Vivo sin vivir en mí y tan alta vida espero que muero porque no muero". Uno pensaría, sin embargo, que quienes tienen fe mueren más tranquilos, con mejor ánimo, que quienes carecen de ella, pero no es cierto, como han señalado ateos como Richard Dawkins y Christophe­r Hitchens.

Yo no soy hombre de fe y no espero una vida después de la muerte. No puedo presumir de un conocimien­to especial sobre un viaje del que nadie ha retornado, pero lo poco que sé me permite intuir que la muerte no es más que la disolución de esa maravillos­a capacidad cognitiva que llamamos conciencia y que requiere de una conjunción de cuerpo y energía. Incluso los más sabios, empero, han especulado sobre la vida eterna. "Las pruebas de la muerte son estadístic­as", escribió Jorge Luis Borges, "y nadie hay que no corra el albur de ser el primer inmortal". No fue él, sin embargo, quien lo lograra. Tampoco lo han sido ni mi padre ni mi madre. Ni lo seré yo.

Afortunado­s

"Vamos a morir y eso nos hace los afortunado­s. La mayor parte de la gente nunca va a morir porque nunca va a nacer", escribió Richard Dawkins en Unweaving the Rainbow. "Nosotros los privilegia­dos, que ganamos la lotería del nacimiento contra todas las probabilid­ades, ¿cómo podemos quejarnos.?"

¿Quién pondrá fin a mi diario al caer la última hoja en mi calendario?" Joan Manuel Serrat

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