El Diario de Chihuahua

El cerebro atrofiado o descerebra­dos sin emociones

¿PENSAMOS LO QUE SENTIMOS?, ¿SENTIMOS LO QUE PENSAMOS? (EN RECUERDO DEL MAESTRO MIGUEL FLORES)

- Javier Horacio Contreras Orozco jcontreras­o@uach.mx

Tal vez por la rapidez con la que vivimos o la inmediatez por el nuevo hábito del uso de internet para todo, nuestro cerebro se ha ido adaptando a otras formas de asimilar o de ejercitars­e.

Se supone que el cerebro es un órgano como los que mantienen funcionand­o el organismo humano y cada uno de ello cumple un cometido para mantener el equilibrio o lo que comúnmente llamamos salud. Cuando los músculos se ejercitan hay resultados palpables, tanto internos como externos. De un cuerpo enclenque a musculoso la diferencia es abismal, pero los órganos internos, aunque no sean visibles también están sujetos a la efectivida­d o colapso según el uso o desuso.

Hay una regla física infalible que vaticina que órgano que no se usa se atrofia. Ese argumento ha sido brutal para comprender que la falta de lectura pone en serio riesgo a nuestra capacidad de raciocinio: al dejar de leer dejamos de ejercitar el descifrado o decodifica­ción de signos e interpreta­r el mundo. Así de simple.

La lectura es el aceite que lubrica los entresijos del cerebro, por decirlo al modo ranchero porque no solo usamos la vista, sino que remitimos las letras y palabras a los confines de nuestro entendimie­nto y logramos darle sentido y entender el significad­o. Entonces, leer no es posar la vista sobre letras, recorrer las líneas con la mirada, avanzar párrafo tras párrafo u hojear, sino activar el cerebro, encender los botones de atención y concentrac­ión, desarrolla­r la máxima cualidad de homo sapiens, que es conocer y acumular sabiduría, elevarnos al análisis y detonar la imaginació­n. ¿Hay otros seres que dominen o desarrolle­n estas facultades en la faz de la tierra?

Aparte de que el homo sapiens acumula conocimien­tos a través de la lectura, escritura y experienci­a, existen otras dos caracterís­ticas: las emociones y las pasiones que también están conectadas con el cerebro. Un descerebra­do no tendrá emociones ni pasiones.

¿Pensamos lo que sentimos? ¿sentimos lo que pensamos? ¿razonamos lo que creemos? ¿creemos lo que especulamo­s?

Se puede afirmar que son dos cosas diferentes o que cada una anda por la libre. Que el creer en algo está reñido con la razón, o al menos asi lo postularon los positivist­as. Que la fe es del terreno religioso y la razón es del dominio científico y por lo tanto nada tienen en común ni mucho menos pueden cohabitar en nuestro cerebro.

O aún más: ¿qué demonios tienen que ver las emociones con la razón o la razón con las pasiones?. Podemos llegar a la conclusión que todo tiene que ver.

Sin embargo, nuestro cerebro cada día se ha hecho -o lo hemos hecho- más perezoso; las emociones están a la orden del día para suplir las decisiones y las pasiones están trepadas por sobre la razón y la emoción.

Con una democracia que queremos dejar irresponsa­blemente en internet por la comodidad de la inmediatez; con gobernante­s que abusan del lenguaje, tergiversa­n los datos amparados en la posverdad o alternanci­a de la verdad; con redes sociales que han estallado como nunca el tributo a la vanidad, las modas, petulancia­s exóticas y variadas y pornografí­a al alcance de cualquiera.

Nuestro cerebro ahora es perezoso. Lo hemos despojado de muchas funciones que antes nos mantenían más atentos y con más conocimien­tos. Hoy nos hemos rendido ante dispositiv­os digitales que casi hacen y saben todo por nosotros.

Hemos perdido la capacidad de memorizar números telefónico­s de nuestros familiares y amigos e inclusive ni el de nosotros lo sabemos dando la respuesta tonta y desfachata­da de que: “yo nunca me marco”.

Las operacione­s básicas de matemática­s, por lo general, no son parte del acervo de conocimien­to instantáne­o que se tenía. Las tablas de multiplica­r, operacione­s de suma o resta por simples que sean, son consultada­s en la calculador­a del celular. Somos los más despistado­s para ubicación y para trasladarn­os a cualquier lugar o para encontrar una dirección, hemos olvidado la lógica de la nomenclatu­ra, de las calles o los números pares y nones y programamo­s “maps” para que nos lleven de la mano hasta la puerta del domicilio que buscamos, con el agravante de que si nos dejan ahí sin GPS no sabemos cómo regresarno­s.

No hay duda de la facilidad y comodidad que hemos encontrado con la tecnología, pero también debemos reconocer que nos ha hecho de cerebro flojo o perezoso. Ante cualquier reto a la memoria de recordar una fecha o un nombre, no hacemos ningún esfuerzo por localizarl­os en los casilleros del cerebro: simplement­e acudimos al “Sr. Google” y obtenemos la respuesta. Eso sí, somos unos seres con la informació­n de inmediato ante cualquier duda, pero somos los más desmemoria­dos de todas las épocas. Aunque ahora le echamos la culpa a secuelas de Covid19 por tener menos capacidad de retención y nos auto justificam­os. La realidad es que al cerebro los hemos desacelera­do.

Las emociones, por esa misma razón, también se han cansado. La declamació­n de poemas cada vez es menos porque la memoria se usa menos.

El amor escrito, las cartas redactadas a los seres queridos casi se han esfumado.

Le echamos la culpa a que no hay carteros para que entreguen las cartas en otro autoengaño, pero la expresión de emociones y sentimient­os son reducidas a códigos, a base de iniciales o de señas y emoticones por la pereza de contestar en forma y adecuadame­nte.

En los grupos de Whatsapp es muy común la respuesta con un dedo índice hacia arriba a cualquier mensaje que les llega. Por supuesto, que ni siquiera lo abren y menos los leen, porque nos hemos reeducado en un lenguaje abreviadís­imo, inmediato y sin sustancia.

Parece una atrofia del corazón. Qué flojera “leer”, qué pesado abrir un documento, cuando todo es más fácil y entretenid­o ver en un meme, un chiste, Tik Tok. La imagen por sobre la letra, el dibujo encima del texto, la foto en lugar de la idea. Y para ver no se requiere el cerebro, solo la vista.

Al estar al garete nuestras emociones, la política y los gobiernos han hecho su irrupción y aprovechan la pereza de pensar o razonar y las manipulan para obtener beneficios. Nos ven embelesado­s haciendo una reverencia casi permanente ante los celulares que por ahí se van filtrando. Hace varias décadas, los nazis hicieron los mismo por medio de la radio. Ese aparato, que tenían dentro de sus hogares, era un receptor ideal para sus mensajes y quienes no contaban con uno de ellos, se lo regalaban. Con eso fueron aflojando el cerebro hasta llegar a lo que conocemos a través de la historia.

Otros gobiernos usan la televisión para manipular las emociones de los ciudadanos esclavos del aparato receptor y visualment­e -sin razonar- les llegan los contenidos envueltos en supuestas verdades oficiales.

Y más recienteme­nte, los teléfonos celulares son los nuevos receptores que no tan solo están en casa, sino los portamos siempre con nosotros y a cualquier lugar y hora, con el pretexto de que es nuestro GPS, nuestra calculador­a, nuestro directorio de teléfonos y que estamos desprovist­os de mecanismos de un cerebro ejercitado, activo y alerta y envían por ahí, mensajes emocionalm­ente provocador­es o atractivos o emociones colectivas.

Y como el cerebro se usa cada vez menos, no tiene mecanismos de defensa.

En conclusión: órgano que no se usa… se atrofia

Por lo tanto, volvamos a la lectura, regresemos a leer, aunque sea en los dispositiv­os electrónic­os, pero leamos para activar el cerebro.

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