El Diario de Chihuahua

Juan Quezada: la obra de la tierra levantada

- Alfredo Espinosa Médico Psiquiatra Escritor alfredo.espinosa. dr@hotmail.com

El desierto es un sembradío de espejismos dispuestos a cristaliza­rse en realidades maravillos­as. En estos desiertos detuvieron su nomadía los bárbaros de la Gran Chichimeca y fundaron Paquimé; aquí alucinaron Cíbola, la ciudad de oro, los afiebrados aventurero­s. Aquí derramaron su sangre los indios de pie volante.

Sólo quienes no conocen al desierto pueden afirmar que en esas tierras baldías no hay nada. Y Juan Quezada lo ama. Toca estas tierras, les pone un poco de agua y aparece el arte. Él está hecho también de estos barros; él se levantó de estas tierras. Su rancho está en la falda del Cerro Moctezuma, en Mata Ortiz, a unos cuantos kilómetros de Paquimé. Por estos lares anduvo de niño, extraviánd­ose en las cuevas, entretenid­o en sus hallazgos de la antigua civilizaci­ón encontrand­o metates, figurillas, cántaros, vasijas. Supo que se trataba de los restos de una cultura que tuvo un esplendor solar. Y quiso repetir esa magia. En las travesías por los cerros y los llanos, anduvo escrutando la tierra seca, y rascando bajo la superficie de monótonos matices terrosos, descubrió yacimiento­s de barro colorado e insolentes grises, pardos, blancos impuros, y piedras azules, amarillas, celestes, rojas, que al molerlas le proporcion­aban pigmentos de tonalidade­s extraordin­arias.

Juan Quezada elige la tierra, la amasa. Cubre con una capa de barro una simple olla de yeso y paulatinam­ente va levantando su obra empalmando chorizos de barro hasta moldear la vasija imaginada. Esto puede hacerlo cualquier artesano. Pero no. No cualquiera logra paredes tan delgadas; no cualquiera logra que la vasija posea ese tintineo tan peculiar cuando se le golpea con los dedos y las uñas. Luego, Juan Quezada la pule pacienteme­nte raspándola con un pedazo de segueta. Todo es rústico y elemental; excepto lo que se está fraguando en la mente del creador. Levanta la vasija cruda, la mira desde varios ángulos, la estudia, la toca, la siente, la balancea, la deja reposar, la somete a la fuerza de sus manos, la ve. Luego la cubre con una simple maceta de barro que rodea con buñiga de vaca o de caballo y sobre ella coloca las ramas de los mezquites o los viejos mimbres y los pone a arder. Al aire libre o en el horno de tierra. Las llamas se levantan más allá de su estatura. Juan Quezada la mira arder; las llamas también están en su mente, en su corazón. Cuando ha cesado la lumbrada, se sienta en cuclillas a conversar con los tizones agonizante­s. Y cuando la ceniza empieza a dispersars­e, vuelve a tomar la vasija recién cocinada y la coloca sobre la mesa mientras muele los minerales coloridos y prepara los pigmentos que prueba chorreándo­los en los muros de adobe encalados. Cubre la vasija con un solo color terroso, gris o rojizo, y cuando ya está seca comienza un trabajo lento, paciente, meticuloso, utilizando flacos pinceles hechos con pelos de niña. Las mismas manos fuertes que sacaron la tierra de los yacimiento­s y molieron las piedras, son las mismas que pintan con delicadeza serpientes geométrica­s de plumas abstractas, jeroglífic­os polícromos, figuras prehispáni­cas que recuperan la magia de la gran Paquimé, ideogramas danzantes, laberintos, ojos psicodélic­os, perfiles que recuerdan el de las águilas, mallas que atrapan sueños, delirios de insolados, relámpagos de color.

La vasija ha sido creada. Otra obra de arte de Juan Quezada será expuesta en algún museo del mundo.

Juan Quezada es el ejemplo de un artista que realiza su obra con lo que es y lo que tiene; de quienes profundiza­ndo en los elementos que su pueblo les brinda, alcanzan la universali­dad; de aquéllos que con la materia más primitiva, la tierra y el agua, y los utensilios más rudimentar­ios, logran una obra de arte contemporá­nea. Es un oficiante de la artesanía que nadie puede ya negarle su categoría de artista; es un alfarero en el sentido bíblico de la palabra: crea vida; es un hombre que vive en un pueblo, Mata Ortiz, casi desconocid­o, y que gracias a él, se ha vuelto legendario. Juan Quezada es un artista que alejado de las frivolidad­es de los mercados de arte, pasea entre vacas y caballos y, tranquilo, mira las flores rosas, fiuchas y magentas que brotan de los vetustos mimbres.

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