El Diario de Chihuahua

Comentario­s al Evangelio

- Mons. Jesús Sanz Montes, ofm (homiletica.org)

Los ojos son las ventanas del corazón. No siempre vemos bien las cosas, ni las gentes, ni la misma vida, porque no siempre amamos. Hay una especie de “miopía” del corazón. En el camino hacia la Luz pascual, la Iglesia hoy nos invita con la Palabra de Dios a comprobar la vista de nuestro corazón y el amor de nuestra mirada. Son tres los protagonis­tas que llenan este escenario evangélico: Jesús, el ciego de nacimiento y los fariseos.

En primer lugar, está el ciego de nacimiento que es visto por Jesús, un invidente que es alcanzado por la mirada de Jesús. No es una ceguera culpable la suya, ni tampoco maldita, cuando su destino último será nacer a la luz. El encuentro con Jesús, sencillame­nte anticipa ese nacimiento luminoso. A pesar de su tara física, menos mal que su madre no lo abortó y tampoco lo “eutanasiar­on” después. Para él fue posible con antelación el encuentro con Aquel, después del cual ni la oscuridad, ni la ceguera, ni el mal, ni el pecado... tienen ya la última palabra.

Los fariseos tenían otra ceguera, mucho más compleja y difícil de salvar, porque estaba ideologiza­da, tenía intereses creados, tantos que hasta les impedía reconocer lo evidente: que un ciego de verdad, de verdad, veía. Y tendrán que encontrar alguna razón para seguir justificán­dose en su posición. Ellos determinar­án que Jesús no puede venir de Dios cuando hace cosas “aparenteme­nte” prohibidas por Dios por ser en sábado –son las apariencia­s del mirar humano–. Se afanan en un capcioso interrogat­orio: preguntan al ciego, a sus padres, al ciego de nuevo... pero no quieren oír cuando lo que escuchan no coincide con sus previsione­s.

Hemos de situarnos dentro de este Evangelio: con nuestras cegueras y oscuridade­s ante Jesús, Luz del mundo. La gran diferencia entre el ciego y los fariseos estaba en que el primero reconocía su ceguera sin más, y por eso acogió la Luz, mientras que los segundos decían que veían y por eso permanecía­n en su oscuridad, en su pecado. No les bastaba a ellos con estar en la sinagoga, como no nos basta a nosotros con estar en la Iglesia, si nuestro estar no está iluminado y no es luminoso, si no caminamos como hijos de la luz buscando lo que agrada al Señor. Los fariseos sabían muchas cosas de Dios, pero no sabían a lo que sabe Dios; ellos pensaban que veían las cosas en su justa medida –la suya–, pero esta no coincidía con la de los ojos de Dios. Este es nuestro reto.

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