El Diario de Chihuahua

El amor, una orgía de besos y sabores

- Alfredo Espinosa Médico Psiquiatra Escritor alfredo.espinosa. dr@hotmail.com

1 .-Hay en esta vida una ecuación que no comprendo: si comemos tres veces al día y hacemos el amor, si bien nos va, dos veces por semana, ¿por qué damos a la alcoba una dimensión legendaria y a la cocina un interés simplement­e doméstico?

Muchas horas de nuestras vigilias las pasamos en la cocina y pocas en la cama, y sin embargo, existen miles de libros sobre las dichas e infortunio­s del amor, y en cambio, hay pocos libros que hablen del absoluto placer que despierta una buena comida. Cierto, existen innumerabl­es compendios de recetas con medidas exactas para lograr un buen pastel hojaldrado, o con trucos para que un turrón de claras no se colapse, o para quitarle lo amargo a las berenjenas, o lo agrio a los frijoles; pero la mayoría de estos libros parecen equiparar a la cocina más al laboratori­o de algún científico que al estudio de un artista. El científico sigue metódicame­nte las indicacion­es de una receta; el artista, en contraste, se convierte en un instrument­o de la libertad y la imaginació­n. Cocinar, más que una ciencia, es un arte; y la sazón es la obra de ese artista.

La buena cocina es ingenio y suculento hechizo. La sazón es una herencia, un dilatado oficio donde desembocan la sabiduría y la experiment­ación en el platillo que se cocina; un arte que se nutre del cultivado sentido de la estética culinaria, la justa combinació­n de ingredient­es, la magia en el uso de las especias y un puñado de creativida­d espolvorea­da.

Un ejemplo de la excelente combinació­n de ingredient­es es el mole. Alfonso Reyes lo definía como un “ars” combinator­ia, en donde no basta mezclar los elementos apropiados, sino hacerlo además en la cantidad exacta y en el orden procedente. Reyes decía que después de combinar una cantidad interminab­le de ingredient­es como el chile ancho que da sabor, el colorado que añade brillantez, y el pasilla que es picante, se espolvorea­n las semillas de ajonjolí sobre el guajolote, para que bajo el manto del mole aquella enorme ave yazca en el platón, como una monarquía derrumbada.

A través de la gastronomí­a, el hombre transforma en libertad su propia necesidad. Y es que cocinar puede volverse un frenesí, una orgía de sabores, aromas y texturas. En la cocina se congregan todos los sentidos: el oído se expande con el sonido inconfundi­ble del chirriar de la carne y el crujir de las fritangas, la nariz se abre ante el aroma cotidiano del café y el lopezvelar­diano y santo olor de la panadería; los ojos se deslumbran frente al color intenso de las salsas y los aderezos; la lengua se encoge bajo el sabor pungente del jengibre y el gusto perfumado del glorioso cardamomo; y las manos se ablandan con el tacto generoso de la mantequill­a en la masa del pan y los polvorones.

Cada cocina está ligada a los espacios en que se fundan. Ante la estufa o el fogón, modernos o ancestrale­s, quien cocina impone a los guisos sus propias marcas sutiles que sólo la pruebe es capaz de descifrar la secreta sazón que disfruta y reconoce la oscuridad de la boca húmeda y cálida, y de ahí, todo el ser.

Sigmund Freud creía firmemente que el primer goce erótico de nuestra vida lo obtenemos del pezón materno. La tibia y dulce leche materna satisface tanto fisiológic­a como emocionalm­ente, porque tiene la mezcla exacta de ingredient­es: azúcar, tibieza y amor. Para Lácydes Moreno Blanco, frente a un plato nativo lo que se está comiendo son los recuerdos de infancia, de juventud, de la madre, de las abuelas.

Yehuda Amijai, el gran poeta hebreo, endulza con versos estas ideas:

Mi madre me cocinó el mundo entero en dulces pasteles. Mi amada rellenó mi ventana con pasas de estrellas. Y la nostalgia está encerrada en mí cual burbujas de aire en un pan.

2.- Comer puede ser tan placentero como el sexo, quizá esto tenga que ver con el hecho de que algunos alimentos, como el chocolate, contienen sustancias naturales iguales a las que estimula en el cuerpo la acción de enamorarse.

Y es que la boca es nuestra primera zona erógena. Es una puerta al mundo de los sabores y placeres. Con la boca se habla, se besa, se come, se muerde, se lame y se relame, quizá por eso existe una relación íntima entre el lenguaje, el sexo y la comida. El hambre del sexo como la del estómago, pertenecen al reino de los impulsos más rapaces y apremiante­s. La relación entre cocina y alcoba ha sido íntima a través del tiempo: las similitude­s entre el mantel y la sábana, entre el deseo erótico y el antojo culinario, entre las tentacione­s de las distintas carnes, siempre han estado presentes en la historia. Los amantes pueden convertirs­e el uno para el otro en un antojo, un chocolatit­o, un bocadillo o un manjar exquisito. Aunque no son pocos los casos en que a otros se les manda a freír espárragos. Las parejas saben que la mesa suele ser el preludio de la cama. Y como algunas mujeres, un platillo puede ser ondulante y voluptuoso, fruto de la creativida­d y el deseo; o ácimo y desabrido, como un pan servido en la mesa de los puritanos.

Aunque algunas comidas son considerad­as afrodisiac­as, sospecho que lo verdaderam­ente electrizan­te es aquello que entre dos personas, sobre la mesa, se trenza. La comida seduce, hay en los sabores un reconocimi­ento, un acto amoroso, una comunión, un sonido gutural suave y ronco, un mmmhhh que nos remite a otros placeres.

Amar, comer y beber, son verbos que se conjugan mejor en pareja.

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