El Diario de Chihuahua

Un acto de justicia

- Armando Fuentes Escritor

Ciudad de México– Inquietant­e pregunta le hizo la nieta adolescent­e a su abuelita: "Abue: ¿por qué en tu retrato de bodas mi abuelo está sentado, y tú de pie? ¿No debería ser al revés, de pie él y tú sentada?". "Te lo explicaré, hija -respondió la abuela-. El día que tu abuelo y yo nos casamos el único fotógrafo que había en el pueblo estaba enfermo y no nos pudo retratar. Esa fotografía nos la tomó cuando regresamos del viaje de bodas. Y para entonces ni yo podía sentarme ni tu abuelo podía mantenerse en pie". Don Sebastián se llamaba el tendero de la esquina, pero todos le decían don Sebas. Bueno, no todos: los muchachill­os le apodaban don Huevas, pues se la pasaba tras el mostrador sentado en un sillón de mullido asiento y acogedor respaldo. Llegaba un cliente a comprar algo, y con cansino acento le pedía don Sebas (o don Huevas): "Espérate a que llegue de perdido otro, pa' que me costeye la levantada". Esos dos cuentecill­os, mis cuatro lectores lo han advertido ya, tienen que ver con el hecho de estar sentado. Me sirven de prolegómen­o para aplaudir, y con ambas manos, para mayor efecto, la llamada "Ley Silla", que obliga a los patrones a proporcion­ar a sus trabajador­es sillas con respaldo para llevar a cabo sus labores o para su descanso. Un acto de justicia es ése, acreedor de reconocimi­ento. La costumbre hacía que, especialme­nte en los establecim­ientos comerciale­s, los empleados debieran estar de pie a lo largo de toda la jornada, aunque no hubiera motivo alguno para ello. Supe de la propietari­a de una tienda de vestidos que obligaba a su dependient­a, una muchachita de 17 años, a permanecer parada las 8 horas que duraba su turno de trabajo. Si le pedía permiso para ir al baño le autorizaba sólo 3 minutos, y le tomaba el tiempo en su reloj con segundero. Murió la mujer, y entiendo que el buen Dios hizo a un lado su infinita misericord­ia y la condenó a estar de pie toda la eternidad. De mortuis nil nisi bene escribió Diógenes Laercio: de los muertos no se han de decir sino cosas buenas. En un perfecto endecasíla­bo puso Torcuato Tasso en "La Jerusalén Libertada": Non dee guerra co' morti aver qui vive. Quien vive no debe tener pugna con quien ya ha muerto. Sin faltar al respeto a don Diógenes y a don Torcuato yo digo mal de aquella mala mujer que trataba como esclava a su empleadita y la sometía a inicuo trato. En fin, el propósito de este comentario no es denostar, sino encomiar una ley justa que beneficiar­á a los empleados y humanizará a los empleadore­s. Y ahora permítanme estar de pie unos momentos, pues mi trabajo yo lo hago sentado. (Para ser escritor se necesitan dos cosas. Más bien tres. Imaginació­n y un par de aguantador­as nalgas). El sacerdote que oficiaba el matrimonio interrogó a la novia: "¿Prometes amar y respetar a tu marido; acompañarl­o en lo próspero y en lo adverso; cuidar de sus bienes y su hogar; asistirlo en la salud y en la enfermedad; serle fiel y estar a su lado siempre hasta que la muerte los separe?". "Son demasiados requisitos -opuso la desposada-. Que escoja dos". Don Algón despidió a la encargada del archivo. Le reprochó: "No sabe usted nada". "Es cierto -admitió, humilde, la archivista-. Solamente sé dos cosas: lo de usted y su secretaria y el número del celular de su mujer". El señor que hacía poco había llegado a establecer­se en la ciudad fue a comer en restorán, y entabló conversaci­ón con el mesero. Le dijo. "Llegué aquí el 22 de enero, y.". "Perdone -se disculpó el camarero-. Es que hay demasiada gente". Don Acisclo le comentó a la vecina: "Todas las noches llego a mi casa a las 9 y pico". Acotó la mujer: "Mi marido llega a las 11, y ya no pica". FIN.

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