QUEDA ATRAPADO RANCHO EN LOCURA FRONTERIZA
Este lugar te rompe el corazón todos los días… ¿Cómo es posible que este sea nuestro sistema?”
Brian Best
Activista
Arivaca, Arizona– Jim Chilton, de 84 años, les puso nombre a los caminos terregosos de su tierra en honor a cuatro generaciones de ganaderos de su familia. Ahora, se preparaba para conducir a través de su rancho, una propiedad colindante con la frontera estadounidense, sin saber qué podría encontrar. Decidió llevar consigo una pistola, por si se encontraba con más contrabandistas ligados con el cártel de Sinaloa, y botellas de agua para los migrantes que había visto hacía poco perdidos y deshidratados en el desierto de Sonora.
“¿Tienes tu teléfono satelital?”, preguntó su esposa, Sue Chilton, de 81 años.
“Me lo voy a llevar, pero si no me comunico, es que todo está bien”, le advirtió Jim Chilton.
El plan para ese día era revisar tres tanques de agua colocados en un área lejana y encontrar a unas cuantas vacas que tenían perdidas, tareas aparentemente sencillas pero que debía realizar en un lugar en el que, desde hacía unos meses, todo se había ido complicando. Chilton extendió un mapa del sur de Arizona sobre el capó de su camioneta y le mostró a su esposa la ruta que planeaba seguir, un área equivalente a tres veces la superficie de Manhattan ubicada a las afueras de Arivaca, Arizona. Deslizó su dedo por una cordillera inhóspita, a través de seis cañones, y hasta las 5 millas y media (8 km) de su rancho que colindan con la frontera México-estados Unidos, una ruta que se ha convertido en uno de los corredores más utilizados en la reciente oleada récord de inmigración ilegal.
“¿Seguro que tienes todo lo que necesitas?”, preguntó Sue Chilton.
“No podría estar mejor preparado”, concluyó.
“Supongo que depende de qué versión de la frontera encuentres hoy”, comentó Sue Chilton. De un tiempo para acá, les decía a sus amigos que intentar comprender la crisis actual en la frontera le recordaba una vieja fábula sobre un grupo de hombres ciegos que se topaban con un elefante. Uno de ellos tocaba la trompa del animal y creía que era una víbora; otro tocaba una pata y creía que era un árbol; otro más tocaba la cola y creía que era una cuerda.
La pareja Chilton había intentado desde hacía algunos años desenmarañar los misterios de su propio patio trasero. A medida que la situación se fue agravando en su rancho, lograron captar algunas verdades a medias. Descubrieron drogas y por lo menos 150 veredas de contrabando en el área de pastoreo de su tierra, así que instalaron cámaras de seguridad y ofrecieron darles armas a sus cinco empleados fijos. Esos empleados comenzaron a ver grupos de migrantes abandonados cerca de la frontera, así que los Chilton instalaron fuentes de agua en el desierto. Las cámaras de seguridad grabaron cada mes el paso de cientos de hombres camuflajeados por su tierra, por lo que testificaron ante el Congreso y participaron con Donald Trump en campañas a favor de la construcción de un muro.
Por desgracia, de los inmigrantes que ingresan ilegalmente al país, un mayor número que nunca antes cruza por la frontera sur: tan sólo en diciembre, alcanzaron la cifra récord de 302,000. Cada noche, la crisis generaba más peligro y desesperación en su rancho, y los Chilton todavía no lograban captar las distintas realidades del elefante en los remotos confines de su rancho: era al mismo tiempo un desastre humanitario, una crisis de drogas, una emergencia de seguridad nacional, una guerra de carteles y una batalla de política estadounidense, y todo ello en un año de elecciones presidenciales.
Chilton bajó al cañón Chimney, donde unos años antes un agente de la Patrulla Fronteriza se topó con un grupo de narcotraficantes y le dieron cinco tiros. Luego, siguió conduciendo por la ladera de una colina; recordó que ahí escuchó gritar a un niño de Honduras que pedía ayuda y lo siguió hasta encontrar a su madre, que estaba muriendo por complicaciones de su diabetes.
Dio vuelta hacia un camino escabroso paralelo al muro fronterizo y siguió conduciendo unas millas, hasta que vio a la distancia una fogata. Era la esquina más lejana de uno de los ranchos más remotos de EU. Pero cuando se aproximó, contó más de 45 personas sentadas en torno al fuego. Varios niños gritaban en francés. Una mujer rezaba en árabe.
“¿Qué está pasando?”, se preguntó Chilton.
Brian Best, de 64 años, reconoció la camioneta de Chilton y se alejó de la fogata para detenerlo. Best era un trabajador humanitario voluntario de Tucson, Arizona, que pasaba dos días a la semana en el camino de la frontera desde hacía un tiempo. Era el primer estadounidense (y algunas veces el único) que les daba la bienvenida a los inmigrantes que llegaban en cantidades históricas.
Best había observado a guías del cartel dirigir a más de 170 personas por esa brecha en las últimas horas. Huían de la guerra civil en Sudán, de la discriminación de castas en la India, de la hambruna en el área rural de Guinea y del crimen organizado en Albania.
Best iba a la frontera desde hacía varios años con un grupo de voluntarios llamado Tucson Samaritans, y la mayor parte de esos años su trabajo había sido tranquilo y predecible. Dejaban agua, ropa, botiquines y comida en cientos de veredas escondidas a través del desierto.
Durante la pandemia de coronavirus, Trump aplicó una norma de salud pública, conocida como el Título 42, que les permitía a los agentes devolver a los migrantes en la frontera. En tres años Estados Unidos mandó personas de regreso más de 2.8 millones de veces. Pero el gobierno de Biden dejó que expirara la norma en mayo pasado y la policía fronteriza volvió a aplicar el estándar anterior, que le permite a la mayoría de los solicitantes de asilo permanecer en el país en tanto se procesa su caso. Poco después, Best empezó a encontrar grupos enormes de migrantes cerca del muro fronterizo.
Casi la mitad provenía de África Occidental o de Asia. Para finales de diciembre, la Patrulla Fronteriza del sector de Tucson encontraba casi 20 mil migrantes en una sola semana, un aumento del 300% con respecto al año anterior.
Best repartió barras de granola; a su paso por el grupo, vio a una madre con su bebé de 4 años dibujar caritas sonrientes con varas en la tierra. Los hombres le dijeron que habían reunido todo lo que tenían ahorrado para volar de Estambul a Bogotá, Colombia, y luego a Nicaragua. Habían dormido doce noches en el desierto mexicano antes de cruzar la frontera con ayuda de guías de los carteles, que les robaron lo que les quedaba de dinero antes de mandarlos a cruzar la cerca.
“Este lugar te rompe el corazón todos los días”, le comentó Best a Chilton. “Están exhaustos, enfermos, confundidos… Tienen frío y no tienen más remedio que esperar. ¿Cómo es posible que este sea nuestro sistema?”.
Unos días después, Chilton seguía procesando lo que había visto e invitó a Lowell Robinson a su casa para tomar un café. Robinson, de 56 años, se encargaba de dirigir a los demás empleados del rancho de Chilton. Había pasado la mayor parte de su vida en una casa a unos cientos de metros al norte de la frontera, así que la había estudiado desde su propio pórtico trasero.
“Todas esas personas estaban ahí a la deriva”, le dijo Chilton, con respecto a su viaje reciente hacia el muro. “Quizás ayudaría que aceptáramos más inmigrantes legales al año. ¿Dos millones? ¿Tres? No lo sé, pero no deja de preocuparme”.