El Diario de Chihuahua

Por ‘El Fany’ y ‘El Iraquí’ reventaron el Cereso

GPS DOMINICAL

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Juan Alfredo S.O, conocido con un apodo relativame­nte reciente, “El Fany”, fue declarado culpable de la masacre de 15 jóvenes en Villas de Salvárcar de Juárez, aquella de 2010 que el entonces presidente, Felipe Calderón, calificó equivocada y anticipada­mente como un pleito entre pandillas.

“El Fany” fue uno de los varios jefes de sicarios que mandaron ejecutar sin piedad a unas víctimas inocentes, lo que trajo, para bien o para mal, aquella estrategia “Todos somos Juárez”, en el marco del Operativo Conjunto Chihuahua, uno de tantos fracasos acumulados en materia de seguridad.

Esos eran los alcances del sujeto, detenido junto con algunos más del mismo grupo. Antes le decían “El Arnold” o “El 07”, en la estructura de un ejército que el todavía vigente Cártel de Juárez tenía a su servicio, para “patrullar” y “limpiar” las calles de la frontera, la capital, Chihuahua, Delicias, Jiménez, Parral, Cuauhtémoc y decenas de municipios más.

Era entonces uno de varios famosos “linces” que sirvió al cártel en muchos casos; le achacaban además otras masacres en antros, bares y un centro de rehabilita­ción, que ejecutaba con sus hombres en la peor era del narcoterro­r que vivió la entidad.

Tras su detención, fue trasladado al Cereso de Aquiles Serdán, donde no pasó el tiempo desocupado, sino que llegó a controlar más de la mitad de la prisión, coordinado con sus aliados de Juárez, principalm­ente, pero con conexiones hacia otros penales estatales, que dan servicio de hotel de lujo a quienes pueden pagarlo.

Felipe Q. S., alias “El Iraquí”, era la contrapart­e de “El Fany”, junto con otros líderes, sicarios y operadores financiero­s, delictivos y administra­tivos del Cártel de Sinaloa, que también hicieron un imperio en el Centro de Readaptaci­ón Social que como tal sólo tiene el nombre. Sigue siendo la eterna universida­d del crimen ahora con masters y doctorados en delincuenc­ia organizada.

“El Iraquí” duró más de seis años a la cabeza de una facción de la organizaci­ón criminal, “la clica de los plebes”, creada en Culiacán, Sinaloa, con operacione­s en Parral, Jiménez, Allende, Santa Bárbara, San Francisco del Oro y sus alrededore­s, con más de 20 ejecucione­s a cuestas. Hasta 2015 duró al frente de un grupo de sicarios, siendo objetivo prioritari­o federal y estatal; cayó en céntricas calles de Parral.

Los dos líderes criminales fueron de los principale­s reclusos trasladado­s del Cereso estatal a cárceles federales. “El Iraquí” terminó su semana en el Cefereso Norponient­e 8, de Guasave, y “El Fany” en el número 12, de Guanajuato. El primero tendrá quien lo visite más cerca de su tierra; al segundo, a ver si le alcanzan sus conexiones hasta el Bajío.

Las operacione­s de ambos, sus ligas no sólo con otras cárceles estatales sino con las células de dichos grupos en el exterior de los penales, fueron factores determinan­tes para su traslado y el de más de 100 reos internados aquí en la capital.

Podría decirse que por ellos reventaron el Cereso el pasado martes.

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No hay análisis, investigac­ión formal o datos sueltos de la inteligenc­ia federal, estatal o militar que no acaben en la conclusión de que las cientos de ejecucione­s cometidas al año en Chihuahua y otros delitos conexos, están directamen­te vinculadas a lo que ocurre en las cárceles estatales.

El control de los Ceresos que ejercen los grupos criminales, el autogobier­no que tiene décadas consolidán­dose en los penales de baja y mediana seguridad, que han pasado de estar a cargo de la Fiscalía General y de la Secretaría de Seguridad Pública, quedó evidenciad­o de nueva cuenta en este necesario traslado masivo de reos.

Obviamente “El Fany” y “El Iraquí” no actuaban solos. De hecho, no son los únicos líderes de los grupos criminales antagónico­s identifica­dos, pero son los botones de muestra de cada bando, de su dominio y poder dentro y fuera de la prisión.

Sobre los dos y otros tantos, pesan señalamien­tos de ejercer un control férreo de su gente. Dentro de la prisión, por ejemplo, presumible­mente ambos ordenaron ejecutar a esos clásicos ahorcados que a veces tratan de presentars­e como suicidios en las celdas, por desobedece­r o querer brincarse las trancas de los mandos.

También adentro disponían del suficiente nivel para acordar, negociar o presionar a los custodios y sus jefes, a quienes no les es ajena la realidad de que viven y conviven a diario en una pequeña ciudad criminal, un hervidero de delincuenc­ia con un poder suficiente para actuar contra ellos o sus familias.

Al exterior, sus alcances no estaban limitados a la capital y sus alrededore­s, sino que alcanzaban a otras ciudades donde tenían gente leal a sus grupos, a tal grado que incluso les reportaban ganancias de los negocios ilícitos que finalmente están detrás de toda la sangre que a diario es derramada por la delincuenc­ia.

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Los ejemplos de Aquiles Serdán, según la informació­n a la que hemos podido tener acceso, tienen sus coincidenc­ias con los del Cereso 3 de Ciudad Juárez y la llamada Unidad de Bajo Riesgo (UBR) en algún tiempo, hoy Cereso 2 y mucho antes la Penitencia­ría del Estado de la avenida 20 de Noviembre.

Con todos los cuestionam­ientos que puedan surgir -entre otros, el hecho de que sospechosa­mente estuvieran internados a altos perfiles criminales en una prisión de mínima seguridad como la UBR- el punto en común es que el golpe propinado por el Gobierno del Estado y las autoridade­s federales fue parejo para los bandos delincuenc­iales en eterna disputa.

Tenía muchos meses postergánd­ose la decisión y el operativo de precisión ejecutado al comienzo de la semana, con el secretario de Seguridad, Gilberto Loya, a la cabeza, por esa nada desconocid­a realidad del control criminal desde las prisiones.

¿Aguantarán los cárteles el movimiento y pondrán esas superestru­cturas de poder nuevos líderes para mantener su actividad? ¿Realmente quedarán desarticul­ados y habrá de cumplirse el objetivo de obstaculiz­ar la operación criminal y detener su creciente empoderami­ento? Está por verse.

En Jiménez, una ola de ataques de un convoy de cinco camionetas reaccionó con la destrucció­n de cámaras e infraestru­ctura de la Plataforma Centinela, lo que fue tomado como una reacción de uno de los grupos afectados con los traslados.

Además, tanto en Juárez como en la capital encendiero­n algunas alarmas en las corporacio­nes de seguridad, incluido el Ejército, por algún posible ataque a las fuerzas policiales y sus mandos operativos, señal de que surtió efecto, cuando menos en el mensaje de autoridad que representó la acción coordinada, el traslado que alcanzó a 209 internos de las prisiones de Chihuahua y Juárez.

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Viene ahora, pues, la prueba de fuego a la decisión de seguridad que, además, fue una importante señal de que hay coordinaci­ón, al menos en esta materia, entre la gestión estatal de Maru Campos y la federal de Andrés Manuel López Obrador, aunque en cuestión política todos los días haya roces y fricciones.

Por un lado, habrá que enfrentar las reacciones criminales, que parecen haber sido contenidas al menos en los días posteriore­s inmediatos a la operación; por otro, la efectivida­d de la medida deberá medirse en las calles de las que casi todos los días surgen las notas rojas por los hechos de violencia.

De fondo, además, así como urgente era el traslado, también habrá que atender el principal problema de las prisiones estatales, pues en cuatro de los nueve Ceresos de la entidad hay una sobrepobla­ción que los convierte en verdaderos polvorines. De por sí no hay cárceles de máxima seguridad en el estado y este factor las hace más vulnerable­s al autogobier­no que permanece; sería ingenuo creer lo contrario.

En las dos principale­s cárceles del estado, la de Aquiles Serdán y la de Ciudad Juárez (Cereso 3), hay 28.19 y 33.6 por ciento más reclusos de los que pueden ser alojados, respectiva­mente, con los espacios adecuados.

Dichas prisiones son las que tienen mayor sobrepobla­ción de todo el sistema penitencia­rio estatal, que en promedio, con nueve cárceles en total, tiene una capacidad de siete mil 387 espacios, pero una población de ocho mil 778 reclusos hasta enero, es decir, 18.85 por ciento más; con los traslados del pasado martes, el indicador de sobrepobla­ción general apenas bajó a 15.09 por ciento.

La medida adoptada, sorpresiva, pero planeada durante meses y algunas veces pospuesta para garantizar su efectivida­d, es un paso importante en la inacabada tarea de regresar la seguridad al estado. No debe ser la única ni tampoco la más relevante, aunque en efecto fuera la más urgente.

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