LA LUZ EN LA NOCHE
Comentarios al Evangelio
Se llamaba Nicodemo. Era miembro del Sanedrín, dignatario fariseo, maestro de Israel y versado en las Escrituras. Fue a hurtadillas en busca del verdadero maestro, tomando a la noche como cómplice amable, en sus tumbos y en su oscuridad de creyente peregrino. Lo que le preocupaba a Nicodemo era la salvación del hombre, el sentido de la vida. Jesús le dijo que había que nacer de nuevo y volver a empezar.
Nicodemo no entendió mucho. Después tuvo que oír que hay que dejarse llevar por el Espíritu de Dios, ese Espíritu que no se deja controlar ni manipular, y que se parece al viento y a su libertad: que notas cuando viene, pero no sabes de dónde proviene ni a dónde te lleva. Nicodemo siguió sin entender demasiado (Jn 3,1-13).
Jesús, en la parte final de este diálogo, retomará un argumento muy querido por el Evangelio de
Juan: el Hijo que amó hasta el extremo y la luz despreciada. La serpiente que mordía a los israelitas, causándoles el peligro de inminente muerte, será al mismo tiempo signo de salvación en el estandarte de Moisés; tanto que, al mirarla, los mordidos por ella, quedaban curados. Esta paradoja es la que se verifica en la elevación de Jesús: una cruz que le dará la muerte a Él, nos obtendrá la vida a los demás, y de la misma manera que la muerte no tendrá la última palabra para Jesús, tampoco la tendrá sobre aquellos que “mirarán al que traspasaron” (Jn 19,37).
A este buscador nocturno se le daba finalmente la clave de todas sus preguntas posibles: vivir en la verdad y no tener miedo a la luz, ese era el camino de la salvación.
Evidentemente, esa luz es una persona viva: “Yo soy la luz del mundo” (Jn 8,12). Creer en esta luz es dejarse abrazar por ella y poner nuestros adentros a su sol, aunque descubramos que no todo es trigo limpio en nuestra vida. Porque solo vemos el polvo y las telarañas en una habitación cuando en ella entra el sol. Así fue la propuesta de Jesús a Nicodemo, y así es la que nos hace la Cuaresma: abrid vuestra ventana y que entre la luz de Dios. No para abrumarnos con todo eso que estamos tentados de ocultar, de tapar, de disfrazar, sino para convertirnos, para nacer de nuevo, para volver a empezar.
Porque solo podrá cantar el aleluya pascual, el aleluya luminoso y resucitado, quien haya tenido el arrojo y la humildad de cantar el miserere de sus oscuridades y muertes cotidianas. A esto nos educa la Cuaresma. (homiletica.org)