El Diario de Chihuahua

La vanagloria

- Papa Francisco (vatican.va)

La vanagloria va de la mano con el demonio de la envidia, y juntos estos dos vicios son caracterís­ticos de una persona que aspira a ser el centro del mundo, libre de explotar todo y a todos, el objeto de toda alabanza y amor. La vanagloria es una autoestima inflada y sin fundamento­s. El vanaglorio­so posee un “yo” dominante: carece de empatía y no se da cuenta de que hay otras personas en el mundo además de él. Sus relaciones son siempre instrument­ales, marcadas por la prepotenci­a hacia el otro. Su persona, sus logros, sus éxitos, deben ser mostrados a todo el mundo: es un perpetuo mendigo de atención. Y si a veces no se reconocen sus cualidades, se enfada ferozmente. Los demás son injustos, no comprenden, no están a la altura. En sus escritos, Evagrio Póntico describe el amargo asunto de algún monje afectado por la vanagloria. Sucede que, tras sus primeros éxitos en la vida espiritual, siente que ya ha llegado a la meta, y por eso se lanza al mundo para recibir sus alabanzas. Pero no se apercibe que solo está al principio del camino espiritual, y de que lo acecha una tentación que pronto le hará caer.

Para curar al vanidoso, los maestros espiritual­es no sugieren muchos remedios. Porque, después de todo, el mal de la vanidad tiene su remedio en sí mismo: las alabanzas que el vanidoso esperaba cosechar en el mundo pronto se volverán contra él. Y ¡cuántas personas, engañadas por una falsa imagen de sí mismas, cayeron más tarde en pecados de los que pronto se avergonzar­ían!

La instrucció­n más hermosa para superar la vanagloria se encuentra en el testimonio de San Pablo. El Apóstol se enfrentó siempre a un defecto que nunca pudo superar. Tres veces pidió al Señor que le librara de aquel tormento, pero al final Jesús le respondió: «Te basta mi gracia; mi fuerza se realiza en la debilidad». Desde ese día, Pablo fue liberado. Y su conclusión debería ser también la nuestra: «Así que muy a gusto me glorío de mis debilidade­s, para que resida en mí la fuerza de Cristo» (2 Cor 12,9).

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