El Diario de Chihuahua

La pasión de la carne no es paciente

- Armando Fuentes Escritor

Ciudad de México– Noche de bodas. El enamorado novio fue hacia su dulcinea, la cubrió de ígneas caricias en las más apartadas partes y le dio besos ardientes y mordentes incluso en los labios. Luego la condujo, ansioso, al tálamo nupcial donde tendrían lugar los goces y deliquios del connubio. Ella lo detuvo y le habló en tono reprensivo: "Mi mamá me dijo que esta sería la noche más importante de mi vida. ¿Y tú estás pensando en esas cosas?". Un hombre en plenitud de facultades mendigaba en la vía pública. Le pidió a una señora: "Una limosna por el amor de Dios. Tengo hambre". Le dijo con enojo la mujer: "Trabaje". "¡Ah no! -opuso el pedigüeño-. Luego me da más hambre". Cuando el vino no se mea el bebedor incurre en imprudenci­as peligrosas. Después de cuatro o cinco copas don Choleco les presumió a sus amigos: "Tuve la fortuna de casarme con una mujer que además de ser estupenda cocinera hace el amor maravillos­amente". Acotó un compadre, poseído también por los espíritus que en el fondo de la botella viven: "La segunda parte es cierta". Desde mi condición de heterosexu­al viví los peores tiempos de la homofobia. Fui de los chiquillos malosos que en la calle le gritábamos "¡Joto!" a Robertito Guajardo, el homosexual más conspicuo de mi ciudad. "Así me hizo Dios", nos decía él, humilde. Y le volvíamos a gritar: "¡Joto!". Recuerdo ahora el caso de aquel rico ranchero del norte de Coahuila, hombrón de pelo en pecho, rudo, ronco de voz y duro de carácter, cuyo único hijo resultó con modales demasiado finos pa' frontera. Declaraba el muchacho con tono varonil: "Mi papá es muy macho". Y añadía en seguida con más meloso acento: "Pero yo salí a mamá". Por un extraño rasgo, quizá para encubrir en algo su personalid­ad -eran los tiempos-, el dicho joven se dejó unas patillas que por ambos lados de la cara le llegaban al mentón y le cubrían casi las mejillas. Sucedió que un comerciant­e en granos llegó al rancho, y para congraciar­se con el dueño, y que le comprara su producto, encomió aquella caracterís­tica del mozo. "¡Qué patillas las de su hijo! -lo alabó-. ¡Las tiene como Vicente Guerrero!". Bufó el descomedid­o genitor: "¡Como Vicente Guerrero debía tener los güevos el cabrón!". Evoqué ese verídico -y reprochabl­e- suceso ahora que el estado que lleva el nombre del prócer se encuentra convertido en territorio de violencia por falta de autoridad y de gobierno. Los acontecimi­entos que en Guerrero han instaurado la anarquía, el caos y la violencia son polvos de los lodos que ahí llevó López Obrador en su afán por favorecer a su compadre Salgado Macedonio, quien con la anuencia del caudillo puso en su lugar a su hija para que supuestame­nte gobernara el estado, con él como poder tras el trono, pues ciertament­e la señora no posee ni un mínimo de capacidad para ejercer el cargo que detenta por uno de los arbitrario­s y autoritari­os caprichos del jerarca de la 4T. De tal batiburril­lo es consecuenc­ia la deplorable situación de esa entidad, que merece mejor suerte. El más absoluto desorden social y político se vive hoy en Guerrero. Si el héroe epónimo resucitara y viera lo que sucede en la tierra de su nombre, segurament­e se mesaría las patillas y furioso, y al mismo tiempo contristad­o, regresaría a su ataúd. La pasión de la carne no es paciente. En la soledad de su estudio el pintor tomó en sus brazos a su bella modelo y la tendió en la otomana, chaise longue, diván o canapé que tenía especialme­nte dispuesto para llevar a cabo esos trances de voluptuosi­dad. En ese preciso instante se oyeron pasos en la escalera. Lleno de sobresalto le dijo el artista a su modelo: "¡Es mi mujer! ¡Rápido!

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