‘¡Está muerto mi niño!’, era el grito de la mamá migrante
Un ataque a balazos sin resolver, niños enfermos llevados de emergencia al Hospital Infantil o a los consultorios de farmacias en los alrededores, montones de hombres y mujeres en la búsqueda de unas monedas para comprar algo de comer, son problemas que van más allá del mal aspecto del que se han quejado comerciantes
“¡Está muerto mi niño, está muerto!”, gritaba la mamá migrante, golpeada, con fracturas, rodeada de gente que ayudaba a los lesionados de un accidente. A unos metros yacía el cadáver de su esposo. Este era el drama vivido en la carretera a Juárez el viernes casi al mediodía.
“No está muerto –el niño-, respira, está vivo”, así le daban esperanza a la mujer los conductores que detuvieron su marcha para auxiliar a las víctimas de una tragedia más en medio del fenómeno de la migración desbordada.
Tres casos de atropellados en las vías del tren los últimos meses y este accidente carretero dan cuenta de las tragedias personales y familiares, en medio de una crisis migratoria cada vez mayor, que dejan consecuencias fatales o lesiones de por vida en quienes ni dónde dormir ni qué comer tienen, aquí o en sus países de origen.
Niños enfermos, mamás y papás desesperados, todos hambrientos, sin nada para alimentarse salvo por burritos, sándwiches, limosnas, aguas y lo que les llevan algunos automovilistas que pasan de forma esporádica. Este es el panorama habitual en el campamento migrante improvisado en la zona sur de la ciudad.
En el lugar, ubicado a unas cuadras de la Central de Abastos del boulevard Juan Pablo II, en un baldío hoy luce repleto de carpas, basura y mendigos, está esa extensión de la miseria de los países más pobres que México, miseria que ha llegado a Chihuahua para crecer, como ha sido desde los últimos dos meses.
Esta es la zona en la que, desde hace años, los traficantes de personas usaban para enganchar a quienes iban tras la tan romántica como caduca idea del sueño americano. Muchos migrantes eran mexicanos de otros estados del país, pocos los del extranjero. Hoy son de varios países de Centroamérica en su mayoría.
Antes eran grupos pequeños de personas que, contactadas y guiadas por bandas con operación en varios estados, pagaban por la peligrosa travesía que los llevara a explorar los desiertos, principalmente de Ojinaga y Presidio, para finalmente llegar a Estados Unidos.
El negocio del tráfico humano era, por decirlo así, al menos más humano, hasta que hace pocos meses quedó revelada la operación criminal más atroz en esta ruta que comenzaba aquí y seguía hacia la zona desértica de Coyame, donde casi dos años después, por la confesión de un líder delincuencial entregado a la autoridad norteamericana, fueron hallados 13 cadáveres de migrantes secuestrados casi dos años antes.
El control del crimen organizado del tráfico de personas, con métodos sangrientos que antes no eran comunes, hizo disminuir la concentración de migrantes en esta zona de la ciudad, pero para entonces el fenómeno ya tendía a desbordarse a los niveles inhumanos en que ahora se encuentra.
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Desde el 23 de enero pasado y hasta la fecha, el panorama es deprimente en ese campamento. Principalmente para ellos, que son víctimas en sus países, aquí y en el que sueñan como destino; pero también lo son los mismos chihuahuenses y la ciudad, condenados a dar asistencia humanitaria a miles de personas que han arribado a consecuencia de erráticas políticas nacionales e internacionales.
Un ataque a balazos sin resolver, niños enfermos llevados de emergencia al Hospital Infantil o a los consultorios de farmacias en los alrededores, montones de hombres y mujeres en la búsqueda de unas monedas para comprar algo de comer, son problemas que van más allá del mal aspecto del que se han quejado comerciantes.
La carga económica de la amenaza extranjera, para la ciudad y el estado, es evidente en materia de salud y seguridad pública, pues son las únicas autoridades que han intervenido tibiamente en la contención de un fenómeno que se ha extendido más allá del campamento.
Llegan cada día más migrantes de los que se van en su tránsito al norte, generalmente a lomos del ferrocarril o a pie por kilómetros de forma paralela a las vías del tren o a la carretera a Juárez, con los riesgos que conlleva.
Ese campamento, como dijimos, se ha diseminado por la ciudad o dispersado en otros más pequeños, sin que exista hasta la fecha una intervención decidida de la Federación, cuyo Instituto Nacional de Migración (INM) está en una parálisis total, limitado a trámites administrativos en sus oficinas de Chihuahua.
En días pasados, el alcalde Marco Bonilla buscó precisamente a la nueva delegada del INM, Esther Martínez, para pedirle su apoyo en la atención de la diversa y desbordada problemática. La funcionaria al parecer se cruzó de brazos, su pretexto fue que no tiene más agentes a su cargo para atender al menos por encima y con un enfoque humanitario a los migrantes que arriban desde una frontera sur abierta y descontrolada.
“Yo lo describo como una bomba de tiempo que nos va a tronar si se deja la situación así, pues los migrantes ya los vemos fijos, ya están asentados y es un grave problema”, advirtió hace días el líder del Consejo Coordinador Empresarial, Federico Baeza Mares, al denunciar el hacinamiento y las condiciones insalubres, así como la extensión desbordada del campamento. Sigue la bomba en cuenta regresiva.
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A casi un año de la muerte de 40 migrantes en un incendio de la estación migratoria del INM en Ciudad Juárez, han pasado tres titulares locales del organismo y es mantenido en su cargo -pese a estar sometido a un proceso penal que parece simulado- el director nacional del instituto, Francisco Garduño.
A casi un año de esa tragedia que impactó al mundo entero y reveló las verdaderas dimensiones del fenómeno migratorio desatendido, es imposible enlistar un solo avance favorable de la política federal y nacional en la atención humanitaria del problema.
El miércoles pasado vimos un nuevo episodio, de más de 20 acumulados en dos años, en que los migrantes desesperados trataron de burlar la cerca estadounidense y a los feroces militares de la Guardia Nacional de Texas, después de días de estar instalados en el bordo del río Bravo.
En perfecto español, los texanos mandaron “a la chingada” a los migrantes y los retaron a cruzar, “si tienen huevos”, para golpearlos, someterlos y arrestarlos en el país del sueño americano. Imágenes de los militares dando de patadas a los arriesgados extranjeros de nuevo le dieron la vuelta al mundo. El viernes se repitieron las escenas.
La situación de Juárez puede considerarse peor a la que enfrenta la capital. Finalmente es el cuello del embudo criminal conjunto creado por los gobiernos de Estados Unidos y México, así como por las autoridades también incapaces de los países de origen de los migrantes.
La consecuencia, de nueva cuenta, la pagan el estado de Chihuahua y su principal frontera, que deben cargar otra vez con el costo en salud y seguridad, principalmente, para enfrentar los retos sanitarios, sociales y económicos que impone la amenaza migrante.
Además de eso, la otra amenaza latente es el cierre de la frontera al intercambio comercial, que afecta el empleo y los ingresos de quienes no sólo en Juárez sino en otras partes de la entidad dedicadas a la exportación, que ya en otras ocasiones se ha paralizado por esta crisis en aumento.
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Si la permanencia de Garduño al frente del INM -a pesar de la gran tragedia del año pasado y el absoluto descontrol migratorio por la ausencia de una política específica para atender el problema- no fuera suficiente contradicción del Gobierno Federal, tenemos ahora la postura mexicana ante la racista ley SB-4 impulsada por el gobernador texano, Greg Abbott.
El presidente Andrés Manuel López Obrador instruyó la presentación de una controversia ante una Corte de Apelaciones de Estados Unidos por la norma texana, que considera delito estatal la vulneración fronteriza y el ingreso de extranjeros. El argumento central de la impugnación mexicana es el daño a la relación entre países.
México también se queja de la obviedad de que la SB-4 viola los derechos humanos de los migrantes, por ser discriminadora y racista, “y se perfila para ser enemiga de la dignidad y seguridad” de las personas.
¿Y aquí en México dónde está la dignidad y la seguridad de las personas? ¿En el campamento migrante de Chihuahua? ¿En la estación migratoria donde murieron 40 el 27 de marzo de 2023? ¿En el bordo del Bravo donde subsisten en condiciones infrahumanas hondureños, venezolanos, salvadoreños, haitianos?
En efecto, la norma texana puede conducir a acoso, detención, expulsión y criminalización indebida de personas mexicanas por tener “apariencia latina”.
¿Y qué hacemos aquí si no dejarlos expuestos al acoso del crimen? ¿Qué hace el Gobierno Federal si no exponerlos tal vez no al racismo, pero sí a la estigmatización, a la discriminación, al hambre y las enfermedades?
Qué contradicción, quejarse de una medida estatal de Texas que tal vez nunca cobre vigencia, pero hacerse de la vista gorda con la penosa e inhumana realidad mexicana, que tiene uno de sus peores reflejos en lo que sucede en Chihuahua.