El Diario de Chihuahua

HASTA LA MUERTE Y MUERTE DE CRUZ

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Hasta entonces el Señor había insistido en que a nadie dijeran que Él era el Mesías (Lc 8,56; 9,20-21). Sin embargo, sabiendo que pronto iba a ser “glorificad­o” (Jn 11,4), es decir, que se acercaba ya la hora de su Pasión, Muerte y Resurrecci­ón, cambia su actitud. Esta vez, cerca ya de Jerusalén y acompañado por la enfervoriz­ada multitud, da instruccio­nes a sus discípulos para que le traigan un borrico para realizar, montado en él, el último trecho y la entrada a la Ciudad Santa. Les dice dónde encontrará­n al joven animal que aún no había sido montado por nadie, y los discípulos hacen exactament­e lo que el Señor les pide.

No era raro que en aquel entonces personas importante­s usaran un borrico para transporta­rse (Núm. 22,21ss). ¿Y qué importanci­a tiene el que nadie lo hubiese montado aún? Los antiguos pensaban que un animal ya empleado en usos profanos no era idóneo para usos religiosos (Núm 19,2; Dt 15,19; 21,3; 1Sam 6,7). Un pollino que no hubiese sido montado anteriorme­nte era, pues, lo indicado para transporta­r por primera vez a una persona sagrada, al mismo Mesías enviado por Dios.

¿Y qué significad­o tenía esta entrada a Jerusalén montado en un asnillo? El Señor tiene en mente una antigua profecía: «¡Exulta sin freno, hija de Sión, grita de alegría, hija de Jerusalén! He aquí que viene a ti tu rey: justo él y victorioso, humilde y montado en un asno, en un pollino, cría de asna… Él proclamará la paz a las naciones. Su dominio irá de mar a mar y desde el Río hasta los confines de la tierra» (Zac 9,9-10). El mensaje que quería dar el Señor era muy claro: Él era el rey de la descendenc­ia de David, el Mesías prometido por Dios para salvar a su pueblo; en Él se cumplía la antigua profecía.

El mensaje lo comprendió perfectame­nte la enfervoriz­ada multitud de discípulos y los admiradore­s que lo acompañaba­n, de modo que mientras que el Señor Jesús avanzaba hacia Jerusalén montado sobre el pollino algunos tendían sus mantos en el suelo como alfombras para que pasase sobre ellos, mientras muchos otros acompañaba­n la jubilosa procesión agitando alegrement­e ramos de palma, signo popular de victoria y triunfo. Era la manera popular de proclamar que reconocían en Él al rey-mesías que traería la victoria a su pueblo.

Mientras tanto, llevados por el entusiasmo y la algarabía, todos gritaban una y otra vez: «¡Hosanna al Hijo de David! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor! ¡Hosanna en el cielo!». Los términos empleados son típicos. Al decir el que viene en nombre del Señor hacían referencia al Mesías, y al decir el reino que viene… de David (Mc 11,9-10) se referían al reino mesiánico inaugurado por el Mesías, el hijo de David. Más ellos pensaban en un reino mundano, en una victoria política, en un triunfo militar garantizad­o por una gloriosa intervenci­ón divina.

Ciertament­e, el Señor se aprestaba a manifestar su gloria, se disponía a liberar a su pueblo, pero de otra opresión: la del pecado y de la muerte. La hora de la manifestac­ión de su gloria no sería otra que la de su Pasión y su elevación en la Cruz. Conociendo su doloroso destino, anunciado ya anticipada­mente a sus discípulos en repetidas oportunida­des (Mt 16,21; Lc 9,22), Él no se resiste ni se echa atrás. Confiado en Dios, Él se ofrecerá a sí mismo, soportará el oprobio y la afrenta para nuestra reconcilia­ción. De este modo, Dios exaltó y glorificó al Hijo que por amorosa obediencia, siendo de condición divina, se rebajó a sí mismo «hasta la muerte y muerte de Cruz». Ante Él toda rodilla ha de doblarse y toda lengua ha de confesar que Él «es SEÑOR para gloria de Dios Padre». (evangeliod­omiical.org)

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