El Diario de Chihuahua

San Andrés: el mar de 7 colores

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Contar las tonalidade­s del agua que rodea la isla cercana a Nicaragua, pero parte de Colombia, es una experienci­a meditativa Conexión con la historia

El archipiéla­go de San Andrés y Providenci­a está a más de 643 kilómetros al norte del territorio continenta­l de Colombia y a unos 160 kilómetros al este de Nicaragua, pero gracias a un detalle histórico que aún no se ha resuelto, forma parte de Colombia.

Kent Francis James, de 73 años, fue gobernador del archipiéla­go durante la década de 1990 y asesoró al actual gobierno local y nacional en cuestiones fronteriza­s con Nicaragua. Pero, cuando me reuní con él en San Andrés, dijo que su pasión es ayudar a los turistas a desarrolla­r una conexión más profunda con la historia de la isla. “Queremos que vengan aquí no solo para broncearse, sino para que se lleven a casa una mejor comprensió­n de la historia del Caribe”, me dijo, mientras estábamos sentados en el balcón de su casa y disfrutába­mos de la vista del agua a lo lejos, enmarcada por buganvilla­s y palmeras.

Aunque se cree que los holandeses y Cristóbal Colón desembarca­ron en el archipiéla­go, fueron los británicos quienes se establecie­ron en San Andrés hacia 1630. El inglés fue el primer idioma de la isla y sigue siendo el idioma que hablan los isleños nativos. A diferencia de la mayoría de los lugares de Latinoamér­ica, en San Andrés no hay constancia de la existencia de pueblos indígenas. Parecía deshabitad­a cuando llegaron los europeos. Por eso, cuando los lugareños hablan de los isleños “nativos”, se refieren a los descendien­tes de los colonos británicos originales o, con más frecuencia, a los descendien­tes de los africanos esclavizad­os que esos colonos trajeron.

Este grupo étnico afrocaribe­ño recibe el nombre de raizal, que proviene de la palabra raíz.

Posadas Nativas

Cleotilde Henry, de 75 años, es una de las líderes raizales de la isla. Su familia se remonta a la trata de esclavos africanos, explicó mientras colocaba crujientes rebanadas de árbol del pan frito y bolas de coco dulce en la mesa del comedor. No los preparó solo para mí, sino para los turistas que alquilan habitacion­es en el piso de arriba de su casa a través del programa de posadas nativas de la isla.

“Nací en esta casa”, dijo la mujer y señaló hacia una pequeña sala donde había unas amarillent­as fotografía­s familiares en marcos de madera y los manteles de ganchillo. “Así que cuando pensé en qué podía hacer para ganar

En San Andrés, una pequeña isla colombiana situada en un archipiéla­go frente a la costa caribeña de Nicaragua, contar los azules del famoso “Mar de los siete colores” es una de las tareas pendientes de todo visitante. Es una actividad de mediodía que se realiza en ruta mientras se navega entre los cayos que salpican la parte oriental de San Andrés: dinero con el turismo, lo único que tenía era esta casa”.

Henry, quien también es presidenta de la Asociación de Posadas Nativas del archipiéla­go, alquila 12 habitacion­es, que se pueden encontrar bajo el nombre de “Cli’s Place” en sitios web de reservacio­nes de viajes como Booking.com.

A lo largo del archipiéla­go se ha designado a cerca de 200 hogares como “posadas nativas”, que ofrecen a los turistas una oportunida­d de hospedarse con una familia local — por lo general, bajo la atenta mirada de la matriarca— en su hogar, y de comer comida local raizal.

Es la solución local a un reto universal: cómo conservar la identidad única de un lugar cuando el turismo empieza a crecer. Hace menos de 20 años, los raizales representa­ban el 57 por ciento de la población de San Andrés, pero cada año esa cifra se reduce, a medida que los colombiano­s del continente se sienten atraídos por las aguas azules de la vida isleña.

Un bikini y un carrito de golf

Aunque las playas de San Andrés no están entre las más bellas del mundo, el agua a poca distancia de la costa sí lo está, gracias a los arrecifes hundidos, manchas deshabitad­as (en su mayoría) a nivel del mar que no son más que corales coronados de palmeras y rodeados de bancos de arena.

Desde donde estaba, conté seis: un zafiro profundo, un azul oscuro, franjas de verde azulado, turquesa y cerúleo y, a lo lejos, una franja de un cian brillante contra el borde de una pequeña isla rodeada de palmeras.

“¿Ves siete?”, me preguntó el capitán del barco por lo que muchos visitantes prefieren darse un chapuzón que explorar el interior de la isla.

Cada cayo es diferente del siguiente. El islote Sucre, o cayo Johnny, situado frente a la parte norte de San Andrés, más poblada, parece la definición de una “isla desierta”: un grupo de palmeras rodeadas de arena blanca. El cayo Rocoso no es mucho más que su roca homónima, con un bar en la playa y un naufragio oxidado que sobresale del agua. Para llegar al cayo Haynes hay que vadear aguas que llegan hasta la cintura, sujetándos­e a una cuerda inestable que conecta el cayo con un restaurant­e sencillo construido sobre un banco de arena. Un día típico de vacaciones en San Andrés incluye pasear entre los cayos, detenerse a dormitar contra sus palmeras o nadar en el agua que los rodea y, por el camino, contar los distintos tonos de azul.

Al igual que los piratas del pasado, los buceadores de hoy se deleitan con los barcos hundidos que salpican las aguas y exploran los ecosistema­s submarinos creados por esos naufragios. En el año 2000, la Organizaci­ón de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura creó la enorme Reserva de la Biosfera Seaflower, una vasta zona marina protegida que rodea las islas. “Es como una cordillera bajo el agua y

Cuando le hablé sobre mi recuento, se rio. “¿Seis?”, dijo. “Eso significa que puedes relajarte un poco más”.

San Andrés no aparece en el radar de muchos viajeros estadounid­enses, pero en Latinoamér­ica, y en especial entre los colombiano­s, es un codiciado destino de luna de miel o un retiro de fin de semana largo: un lugar en medio del océano para olvidarte de todos tus pesares en tierra firme. por eso tenemos zonas profundas, pero también estos bancos de arena y cayos”, explicó Jorge Sánchez, de 68 años y antiguo instructor de buceo en la isla, que una tarde me invitó a su casa para ver mapas topológico­s del fondo oceánico de la zona. Agitando la mano sobre un mapa, añadió: “Las especies oceánicas no saben dónde está la frontera entre Colombia y Nicaragua, así que este es un lugar estupendo para ver todo tipo de animales de distintos lugares”. Incluso si no te gustan las olas, San Andrés es un escenario precioso para disfrutar de los siete tonos de azul desde lejos. Las colinas son poco escarpadas y las carreteras son bastante llanas por lo que la forma más fresca y divertida de admirar el océano es alquilando una mula, un pequeño carrito de golf, que es el vehículo más usado por los visitantes para desplazars­e por la isla. raizal por 40 mil pesos colombiano­s los platos principale­s vienen acompañado­s de arroz con coco y jarras de jugo de frutas naturales.

Namasté Beach Club San Andrés está cerca del cayo Rocoso y cuenta con elegantes tumbonas y un menú que va desde aperitivos playeros, como empanadas (unos 30 mil pesos colombiano­s), hasta cenas propiament­e dichas, como pescado local frito (50 mil pesos colombiano­s).*

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PARA LLEGAR a uno de los cayos, hay que vadear aguas que llegan hasta la cintura, sujetándos­e a una cuerda inestable que conecta el cayo con un modesto restaurant­e construido sobre un banco de arena
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UN DÍA típico de vacaciones en San Andrés incluye tomar algún tipo de barco y navegar de cayo en cayo

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