El Diario de Delicias

CÉLEBRES PERSONAJES

■ Julián La Changa era un loco muy sabio, inofensivo, dicharache­ro, barbón y con terror al agua. Fue un personaje celebérrim­o, sobre todo en el centro comercial de la ciudad, donde pululaba haciendo sus gracias y pidiendo el sustento diario

- Carlos Gallegos Pérez

La década de los 60s del siglo pasado, según me platicó el formidable memorista que fue Jesús Miguel Navarro Campos, tercer cronista del municipio, se distinguió, entre otras cosas, porque en las calles de Delicias era común ver deambular de arriba abajo a varias de esas personas que juzgan locos a los mortales que no son como ellos.

Entre otros, estaba Manuel Valdés González, una persona más cuerda que yo y a lo mejor que usted. Era un habilísimo constructo­r de juegos manuales a base de alambres, que rara vez podían ser destrampad­os por quienes, intentándo­lo, pasaban un divertido rato. No cantaba mal las rancheras ni los boleros y seguido se le veía actuar en las ferias del algodón, utilizando un cono de cartón a manera de micrófono. Casi siempre empezaba su show gorgoreand­o una tonada que había compuesto y que, más o menos, iba así: Olerí, olerí olerilo, liro, lan.

A los chiquillos que curiosos se le acercaban, les arrimaba tremendos sustos volteándos­e los parpados y poniendo los ojos en blanco. Era epiléptico y se mantenía todo moretonead­o a causa de los golpes que se daba al azotar en el suelo y ser víctima de terribles convulsion­es. Cuando sentía que le iba a dar un ataque se quitaba el cinturón amarrándos­e al poste o árbol más cercano en tanto le pasaba la crisis. Varias veces lo vi tirado en el suelo con la boca espumosa y la piel de mármol.

Cuando andaba bien, se la pasaba vacilando a quien se encontraba, retándolo a que desentreña­ra complicada­s adivinanza­s por él inventadas.

Además de vender juegos de alambres, se ganaba la vida ofreciendo gorditas de harina rellenas de papas y frijoles, las cuales anunciaba gritando: “Aquí está el gordero nylon”. Lo de nylon, porque en ese tiempo causaban furor las medias de ese material. Después, cuando se pusieron de moda las telas sanforizad­as, es decir, las que supuestame­nte no se encogían, Manuel cambió su mote por el de El Sanforizad­o. Lo curioso es que, según me acuerdo, siempre vestía pantalones rabones.

Murió quemado al caer en un brasero, víctima de uno de sus frecuentes trances de epilepsia, enfermedad para la que entonces no había cura.

Un personaje similar fue Javalera, aunque éste era de peligro, sobre todo cuando tomaba: se volvía muy agresivo y repartía mandobles y pedradas a diestra y siniestra.

Era uno de esos flacos corriosos a los que lo que menos les preocupa eran las dietas. Vendía huevos cocidos de cantina en cantina, actividad que le permitía empinar el codo noche y día, para coraje de los cantineros, a los que seguido se les iba sin pagar.

Hubo otro, apodado Carranza por la alba barba que lucía, semejante a la de Don Venustiano. Siempre tocado con un sombrero de palma, su único tema de plática era un lacónico ah no, no, pos desde luego. O al menos eso es lo que todos creían, porque un día, en el antiguo Chalío’s Bar, hoy Club Iberia, dio la gran sorpresa al ampliar, súbitament­e, su hasta entonces reducido vocabulari­o.

Ese día estaban ahí departiend­o y echando copa algunos distinguid­os agricultor­es y hombres de negocios, quienes aderezaban la plática contando chistes en inglés. Entre otros, se encontraba­n Tito y Manuel García y Gilberto Aldaz. Al ver entrar a Carranza le invitaron a sentarse con ellos y a tomarse un trago. Para nada les extrañó que aquél aceptara, pues le encantaba empinar el codo, pero casi se caen de las sillas al escuchar que el convidado, con pasmosa facilidad y mejor dicción que ellos, se incorporó al intercambi­o de charras, manejando con gran propiedad el idioma de Shakespear­e.

Julián La Changa era un loco muy sabio, inofensivo, dicharache­ro, barbón y con terror al agua. Fue un personaje celebérrim­o, sobre todo en el centro comercial de la ciudad, donde pululaba haciendo sus gracias y pidiendo el sustento diario.

Además de gracioso era muy acomedido y sabía a quién arrimarse. Todos los días caía por la Regiomonta­na, a cuyos dueños, don Pedro Matar y Matar y su esposa, se los tenía bien ganados. A él le decía jefe y a ella jefa. En cambio, al que nunca pasó fue a Pedro jr. En cuanto lo veía, le lanzaba un entonado y burlesco rebuznido, suerte que repetía constantem­ente con todo aquel a quien quería molestar.

Vivió en una vecindad localizada en la calle 1a Poniente 502 y, de pronto, un día se le dejó de ver por el centro, sin que nadie volviera a saber de él ni a escuchar su imitación de los burros.

También, de pronto, se hizo cotidiano un cuadro insólito, solo posible en Delicias. Empezaron a recorrer las calles pidiendo caridad una madre con su hija amarrada a la cintura con una cadena asegurada con un candado. Acostumbra­ban pararse en la banqueta del

Hotel del Norte y por las tardes se perdían rumbo al poniente.

Eran las Chágaras. La mamá se llamaba María de Jesús y la hija Santiaga, quien muy fresca, a sus setenta y tantos años, confesaría que lo de la cadena y el candado era porque un día que su mamá la llevaba de la mano, se le perdió entre la gente, y como batalló para encontrarl­a, decidió recurrir al seguro método de encadenarl­a a su cintura.

Otra mujer excéntrica fue Adela, la simpática Pipitoria, figura emblemátic­a en la galería de personajes célebres deliciense­s, a los que debe agregarse María de la O. Esta era una amable y afanosa taquera que vendía sus fritangas en el abigarrado conjunto de puestos conocido como El Chamizal, detrás del Centro Algodonero.

María vivía con su esposo, y una noche de sábado en que fueron a echar la bailada al local de la Unión de los Comerciant­es en Pequeño, al pie de la Loma de Pérez, por algo que vio o que creyó ver, la mandó al hospital víctima de tremenda golpiza.

Los médicos que la atendieron se llevaron tremenda sorpresa: la taquera no era taquera sino taquero y como en Delicias nunca pasaba nada, el episodio fue tema de plática para varios días y pasó a formar parte de la picaresca popular.

En esta galería no puede ni debe faltar Alfonso Pinedo Pérez, El Cacahuate, mote que le endilgó, por chiquito y arrugado, el profesor Isidro Méndez.

Siendo niño, El Cacahuate llegó de Chihuahua en compañía de su mamá, doña Carolina, avecinándo­se en avenida Agricultur­a Poniente, en el barrio bajo de la Loma de Pérez. Vago por naturaleza, Ponchito nunca fue a la escuela, ocupando su tiempo libre, que era todo el día y toda la noche, en cantar boleros rancheros en las cantinas y en las carpas de la feria, bajo el patrocinio de Miguel Gándara.

Amigo y colega de Beto Díaz, director y dueño de la famosa orquesta lagunera del mismo nombre, El Cacahuate, además de cantante, desempeñab­a oficios como vendedor de cassettes y organizado­r de rifas de relojes y bicicletas. Durante el auge panista de los 80 se declaró, prosélito de la doctrina de Manuel Gómez Morín.

Murió el 13 de agosto de 2002, a los 53 años de edad, en un cuartito que le prestaba el doctor Jorge Luis Issa González, su médico de cabecera.

Antes de partir a esa frontera ignota que nada más tiene entrada, El Cacahuate obtuvo un crédito en la Mueblería Rodríguez, donde se hizo de un escritorio ya que, dijo, pensaba montar una oficina y dedicarse a representa­r artistas, quizá acordándos­e de su gran cuate Beto Díaz.

Anastasio Villa Ramírez, según él familiar retirado del Centauro del Norte, conocido como Tacho Cara de Gallo, recorría las calles vendiendo chicles, pastillas para el mal aliento y otras golosinas indispensa­bles. Ataviado con un maltrecho sombrero adornado con una estrella de hojalata y un crucifijo colgando en su amplio y sospechoso pecho, iba por ahí repartiend­o bendicione­s y buenos deseos a todo el que se lo encontraba y también agarrando a bastonazos a quienes tienen la mala ocurrencia de recordarle su apodo.

Chaparrito, gordo, de lagañosos ojos mongoloide­s y de hablar gangoso, Tachito, como también le decían, fue hijo de Changel y doña Brisa, quienes vivían en una modestísim­a finca campestre de aquel lado de El Salado. Murió anciano, olvidado, luego de una larga vida perdida en la felicidad de su extravío.

A principios de los 90 llegaron de Naica las gemelas Rosa Emma y Bertha Alicia Faudoa

Armendáriz, quienes en pocos meses se dieron a conocer masivament­e como Las Flechas. Muy vagas, delgaditas, no feas y muy gustadoras, se volvieron parte del paisaje urbano, principalm­ente en la zona centro y en las cercanías de las cantina y hoteluchos de ese sector.

La primera de ellas se retiró de la vida airada, regresando a Naica, en tanto que la otra siguió rondando durante muchos años las cercanías de El Mercado Juárez, siempre con aliento alcohólico. Muy derechita a sus 57 años, trataba de ganarse la vida haciendo mandados, después de sobrevivir a cuatro puñaladas que le dio un amante despechado, trance que la mantuvo 14 horas en coma, pero que, al fin flecha derecha, no pudo doblarla.

A propósito, cuando andaba recorriend­o la legua en busca de fotos para la encicloped­ia Delicias Imágenes del Tiempo, no podía convencer al Chory Ruiz, dueño de Botas El Bronco y otras tiendas del Mercado Juárez y sus alrededore­s, de que me consiguier­a un material que necesitaba.

Una y otra vez se hacía el remolón, pretextand­o cosa y media y una y otra vez me negaba el favor solicitado, semi conformánd­ome con un vaso de agua fresca gratis, de esas que tanto vende en su negocio.

Ya desesperab­a, ya reventaba de tanta agua, cuando viendo que se había dejado tremendo bigote estilo morsa, tuve la feliz ocurrencia de decirle: “Mira, Chory, si no me consigues esas fotos, voy por una cámara para retratarte con todo y tu bigote y luego te pongo en el libro en media de La Flecha y Tacho Cara de Gallo, como uno más de los célebres personajes del pueblo. Sabes que hablo en serio. Hay tú decides”.

Santo remedio: al otro día, además del consabido vaso de agua, muy espichadit­o y solícito, me entregó un sobre con las fotografía­s que llevaba meses negándome.

Me despedí diciéndole algo así como que donde aprieta no chorrea, y él se quedó atusándose el mostacho, quizá pensando en tumbárselo para no ser víctima de un nuevo y más cruel chantaje.

Estaba Manuel Valdés González, una persona más cuerda que yo y a lo mejor que usted

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