CANÍBALES VIRTUALES
Pues eso, que con el tiempo le he cogido gusto a revisar, mientras almuerzo, las recomendaciones gastronómicas de un youtubero español de modales afables y algo gazmoños.
De pronto, leyendo los comentarios, supe que Sezar Blue –así es como se hace llamar– estaba metido en una polémica con tintes sombríos: lo habían acusado de practicar el canibalismo y, como suele pasar en tales situaciones, miles ya lo habían crucificado. Huelga decir que la acusación no tenía fundamento alguno.
Por azares del destino, encontré un libro al que no le había hincado el diente, nunca mejor dicho, Arden las
redes de Juan Soto Ivars, también español. Con pocas expectativas abrí las páginas: las recorrí en dos sesiones de lectura.
El linchamiento público no es cosa de hoy, ciertamente, aunque “Hace doscientos años, asegura Soto Ivars, los ofendidos salían a la plaza con la soga en ristre para perseguir al pecador. Actualmente emprenden la persecución de forma más cómoda, desde sus propias casas, con el móvil en la mano”.
Esto ha producido un efecto inesperado al que el autor denomina
poscensura: “La concepción clásica de la censura requería un poder totalitario y unas leyes que la sustentasen, pero lo que llamo ‘poscensura’ es un fenómeno desordenado de silenciamiento en medio del ruido que provoca la libertad”.
Vamos por partes.
Todo suele iniciar con un tuit. Justine Sacco, joven directora de comunicación de Interactive Corp, tuiteó lo siguiente, antes de abordar un vuelo de trabajo a Sudáfrica: “Me voy a África. Espero no coger el sida.
Es broma. ¡Yo soy blanca!”. Sacco tenía entonces unos 200 seguidores. Al aterrizar, luego de unas diez horas de permanecer incomunicada, su desplante era trending topic mundial y, lo más inaudito, estaba ipso facto sin empleo. Cualquiera con dos dedos de frente habría deducido que el tuit destilaba humor negro de parte a parte. Sí, humor, pero los jueces de las redes sociales decidieron que Sacco encarnaba el espíritu más extremadamente infame del racismo.
Soto Ivars remite al trabajo periodístico de Jon Ronson para dar cuenta de la lóbrega odisea que padeció Sacco, quien no era racista, desde luego, pero las redes sociales decretaron que sí, y los medios tradicionales –radio, televisión, periódico–, que ahora se alimentan de las redes para elaborar noticias, terminaron por sellar la lapidación digital.
Y si una voz sensata se hace notar para llamar al orden y mesurar los ánimos, también se la lincha. Esto es lo que Soto Ivars denomina
poscensura.
En los Estados totalitarios del siglo Xx, el poder–omnisciente, omnív oro– acalló a la disidencia política, religiosa y racial con los métodos más siniestros: confiscaciones arbitrarias, regateo del
imprimátur, ejecuciones clandestinas, gulags, prisión vitalicia, campos de extermino.
Ahora las redes sociales nos tienen hacinados en el inexpugnable gueto en el que las convertimos, todos tozudos vigilantes de todos, con antorcha en mano, cual verdugo de la Inquisición católica, prestos a atizar las llamas de la censura a la más leve provocación. En descargo de la Inquisición debo decir que, al menos, era más recatada, consecuente y sistemática.
A Sezar Blue le han dicho de todo: asesino, hijo de puta, mala entraña, y hasta el día de hoy abundan los memes que lo retratan como horrísono antropófago.
Ese hato de imbéciles denostadores jamás se toman dos minutos para corroborar la información y verificar la fuente, porque no saben cómo hacerlo o simplemente no les interesa, y actúan como una jauría desquiciada que hace palidecer a las bacantes más fatídicas.
No se conocen entre ellos, lo que no evita que se adhieran a esta o aquella causa con ánimo gregario y destructor: “Una mujer vanidosa, con vocación de poeta pero mediocre para las artes, anodina en su aspecto físico, se sentirá menos irrelevante si entrega una parte de su identidad individual al colectivo de todas las mujeres. No necesitará leer sobre teoría feminista para que la consideren feminista, solo será necesario dominar cuatro panfletos, compartir cuarenta entradas de blog y estar al día con los ataques del colectivo –el colectivo no será ‘el feminismo’, sino un grupo que se autodenomina feminismo– y comulgar con ellos”.
Soto Ivars usó aquí el ejemplo de una falsa actitud feminista, pero la observación vale prácticamente para cualquier ismo.
No veo que la cosa vaya a cambiar en el futuro. ¿Es tan difícil sustraerse al impulso de tuitear o postear, a diestra y siniestra, cualquier cantidad de estupideces y simplezas sobre tópicos de los que no sabemos absolutamente nada?
Esto ratifica una convicción a la que no hallo cómo darle la vuelta: somos criaturas esencialmente tóxicas, inicuas, despreciables, que usamos la libertad –de expresión, para el caso– con altanera irresponsabilidad y siempre en desdoro de los demás, sea porque nos resulta catártico señalar los presuntos defectos del otro, sea porque así, embozados en el tumulto de los calumniadores, distraemos la atención sobre nuestra propia vileza moral.
Y pensar que, en sus días, Umberto Eco fue duramente increpado por advertirnos, de forma clarividente, que las redes sociales habían sido infestadas por legiones de necios e idiotas que con el tiempo se volverían un dolor de cabeza. Bueno, el pronóstico no pudo ser más acertado.
Por lo que aquí van dos sugerencias, lector, que procuran moderar esta debacle social: dé ejemplo a sus cercanos e inhiba el deseo de opinar en las redes sociales; es altamente probable que usted y ellos carezcan de la noción más elemental acerca del asunto tratado. Luego compre, lea y regale el libro de Juan Soto Ivars, de suyo ameno y clarificador.
Vaticino, sin embargo, que no hará ni lo uno ni lo otro.