LA ERA DE LOS DESBOCADOS
Hace unos años, don Emilio Lledó, eminente filósofo español, declaró a la prensa, con un punto de severa agudeza: “Ha habido cosas traídas por la democracia, como la libertad de expresión, aunque no vale para nada si solo sirve para decir imbecilidades. La verdadera libertad de expresión es la que procede de la libertad de pensamiento. Lo que hay que hacer es mentes libres” (3 de julio del 2017, El País).
El martes una trabe de la línea 12 del metro de la Ciudad de México cedió y dos vagones descarrilaron, lo que arrojó, hasta el momento, un ominoso saldo de 25 personas fallecidas y otras 79 heridas, en lo que muchos consideraron, y con razón, una tragedia inaudita.
Muy pronto, a la velocidad de la luz –literalmente– las redes sociales se anegaron, según es costumbre, de un alud de posts y tuits que expresaban opiniones, a cuál más variopinta, que, por mor de la claridad, diría que convinieron en dos facciones: la de los que culpaban a la autoridad y la de los que la excusaban.
(En realidad habría un tercer grupo, el de los que ni siquiera escriben algo personal y se limitan a difundir publicaciones y memes de otros).
El común denominador, sin embargo, de tales posturas es el pulso que late dentro de ellas, arrítmico, frenético, típico de los que son afectos a la adrenalina de la ira, la destemplanza y la ligereza, que devasta la libertad de expresión en la medida en la que el pensamiento –la cavilación, el raciocinio– jamás precede a la compulsión de hablar y escribir.
La reflexión exige un curso dilatado, de pausas largas, primero para aprehender la cosa –‘Concebir las especies de las cosas sin hacer juicio de ellas o sin afirmar ni negar’, con acuerdo al DRAE–, y luego, ya si eso, aventurar un juicio que en todo momento estará sujeto a la corrección que presume el lento conocimiento de los hechos. De lo contrario, la libertad de expresión, en efecto, no vale para nada.
¿Pero qué se puede esperar de los que lanzan a bote pronto semejante caterva de imbecilidades? Como mínimo que se abstengan, que practiquen esa excelsa virtud encomiada por los griegos antiguos, la sofrosine, es decir, la moderación, y aprendan a meditar sobre las cuestiones con algún detenimiento.
Con más inquietud observo que esta vergonzosa pasión por el desbocamiento campa por sus respetos en el ámbito del periodismo moderno –el cretinismo panfletario es harina de otro costal.
Ya Karl Kraus, en la primera mitad del siglo XX, advertía que “El medio se ha convertido en fin, el chico de los recados se ha convertido en protagonista; resulta ahora que la prensa se ha convertido en el acontecimiento, sobre el acontecimiento en sí”.
Para Kraus el periodismo hablaría de hechos, hasta donde las veleidades del lenguaje lo permitan, de manera que en ello estribaría su fuerza y legitimidad.
El periodista debía actuar como una entidad oculta entre el hecho y el destinatario de la noticia, pues lo suyo era asumirse como historiador del instante, ciertamente un histor, un ‘testigo’ que da cuenta de lo que ha visto para quien no estaba ahí y desea saber. En tal sentido, el periodista no es un juez.
Este tránsito de los hechos, evanescentes e inasibles, a la permanencia de la escritura, convirtió la labor del periodista en una especie de alquimia dignísima cuando cumplía el propósito, y nadie dudaba que los mejores eran espabilados orfebres en el uso de las palabras.
Cuando el sentido de lo inmediato de los últimos años –la transmisión en vivo y en directo de los acontecimientos–, invalidó el testimonio del periodista, otras puertas se abrieron: refinar los métodos del periodismo de investigación e inventar el arte de contar la noticia con un color que el lenguaje neutro y económico del viejo periodismo desusaba porque no lo había menester. Lo último provocó el desastre.
El periodista no es un juez pero tampoco un escritor, y como la investigación exigía determinadas treguas y capacidades que no eran demasiado compatibles con la asiduidad y actualidad de los diarios, la televisión y las redes sociales, se optó por extraer del histor discreto al opinador en turno, que cuenta la noticia a su manera y juzga en el acto, sin que haya de por medio unos lapsos reflexivos en los que el juicio adquiera densidad, crédito.
Y de pronto, en una especie de prevaricación del dictum de Marshall Mcluhan, el medio eclipsó al mensaje, arrebatando la posibilidad de juzgar a los destinatarios una “noticia” que desde el origen se presentaba como cosa juzgada. El chico de los recados ahora dictamina, diagnostica, prescribe, califica y descalifica, imputa, valora, azuza, enaltece, decide, aprecia, desprecia y justiprecia, arbitra, decreta, delibera y, en definitiva, manda.
No, lo única palabra que reúne las cualidades del periodismo es esta: exponer, ‘poner a la vista’ aquello que como testigo ha visto y los demás no.
En tono con lo anterior, el término “informar”, del latín informare, tiene en ella el prefijo -in y el sustantivo forma, lo que resulta en dar ‘horma’ interna a algo, que no es otra cosa que lo que el testigo vio, a fin de que el destinatario de la noticia participe de ella si es de su interés.
Hoy pretenden informar la percepción del destinario dando un talante pintoresco, llamativo, al juicio sumario que exponen como hecho objetivo e imparcial.
Hace tiempo, con ocasión de otro asunto, consigné aquí la siguiente frase de Kraus: “No tener una idea y poder expresarla: eso hace al periodista”.
Esa vez no alcancé a ver el partido que se puede sacar de esas palabras a favor del periodista.
Sin duda, el periodista genuino expresa ideas que no le pertenecen a él sino a quienes lo observan y leen, en razón de que logra transmitir la historia cotidiana con la elocuencia intrínseca de los hechos mismos y que los destinatarios truecan en ideas vitales, tan solo mediadas –esto es inevitable– por los propios prejuicios.
Si hacer auténtica noticia es difícil, calibre, lector, las complejidades que entraña el periodismo de investigación o el culmen del oficio, el periodismo crítico.
El periodista actual debe entender que el mejor modo de resquebrajar la visión monolítica de la autoridad es contrastándola con “la realidad”, a la que expondrá sin ofuscación y vocinglería; usar los hechos contra la autoridad, sesgándolos con motivo o no, produce el efecto contrario: que el periodismo salte en añicos contra el muro del poder.
Y ya es suficiente, en verdad, con la furiosa autoinmolación de los incautos de las redes sociales.