El Diario de Nuevo Casas Grandes

Realiza segundo recorrido a colonias de la ciudad

Se hizo acompañar de varios de sus colaborado­res

- Miguel Méndez

Nuevo Casas Grandes.- “El mérito no es de quien visita, sino de quien abre la puerta de su casa”, expresó el Presidente Municipal, Héctor Mario Galaz, luego de recorrer este viernes algunas calles de las colonias Nuevo Dublan, 1 de Mayo y la Che Guevara para dar continuida­d como cada viernes, al programa “Trato hecho, vengo a tu colonia”, en donde los ciudadanos reciben un trato directo, en sus propios hogares, por parte de los funcionari­os de la administra­ción 2018-2021.

En esta ocasión el edil estuvo acompañado por Silvia Orozco, Yaneth Molina, Luis Galaz y el profesor Julio Torres Zepeda, quienes desde las 9:00 horas caminaron al lado del Presidente Municipal para tocar puerta por puerta cada una de las viviendas con la finalidad de conocer cuáles son las principale­s necesidade­s y carencias en sus colonias.

Reconoció que en este segundo viernes de recorrido, la gente le manifestab­a con asombro que nunca nadie había regresado a su colonia, una vez que llegaban a la presidenci­a.

El Dr. Pablo Gómez viendo que había más de cien soldados en el cuartel y que no habíamos hecho contacto con los demás grupos ni con Salvador Gaytán, habló con Arturo Gamiz haciéndole ver que tal vez sería más convenient­e realizar la acción en otro lugar debido a nuestra desventaja numérica. La respuesta fu negativa y levantamos campamento la madrugada del 23 de septiembre y nos dirigimos a la ciudad.

Tratamos de destruir los cables telefónico­s y telegráfic­os, pero no fue posible pues no llevábamos equipo necesario. Valdivia y yo teníamos la consigna de someter al velador de los talleres del ferrocarri­l, pero este no se encontraba, lo cual fue sospechoso.

Nos posicionam­os en nuestra posición y vimos fogatas y postas que no tenían por qué estar ahí. Conforme al plan de ataque nos dividimos en tres grupos, yéndose un compañero con el camión secuestrad­o al centro de la ciudad. Permanecim­os en nuestras posiciones esperando la señal de ataque que consistía en el primer disparo.

Arturo comprobó la hora: cinco cuarenta de la mañana. La obscuridad era muy densa aun. Arturo Gamiz y Salomón Gaytán en el terraplén junto a la vía del ferrocarri­l. Ramón Mendoza se situó en su puesto. Se escuchó un disparo, el foco estalló y se empezaron a escuchar detonacion­es de los guerriller­os, apostados en la Casa Redonda, en la escuela y la iglesia y en la casa Pacheco.

Se escucharon también los estallidos de granadas y bombillos de dinamita que arrojaron Arturo y Salomón. Los soldados respondier­on de inmediato al ataque.

Una máquina del ferrocarri­l con su tripulació­n, misteriosa­mente se encontraba estacionad­a junto al cuartel, encendió la luz enfocando en forma completa la primera línea de fuego donde estaban Arturo Gamiz, Salomón Gaytán, Ramón Mendoza y el Prof. Miguel Quiñones. El factor sorpresa y la posición de los guerriller­os les dio ventaja, pero la situación cambio cuando un pelotón los cercó por atrás y les dificultó la huida.

Aun no despuntaba el sol, pero la luz anaranjada se expandía desde el oriente. Vi el desplazami­ento de los soldados en posición de ataque. Los tiros pegaban en la pared en la tierra y alrededor. Yo me cubrí en un poste de telégrafos y Lupito en una barda. Le hice saber que no debíamos seguir en el lugar pues era obvia la derrota, a lo que me contesto con firmeza y coraje digno de admiración, pero con una visión poco clara de la situación: ¡aquí nos lleva la chin… pero no abandonare­mos el combate! Ante esta respuesta le conteste: ¡vamos a romper el cerco! Luego hice disparos a los soldados.

Cuando volví a mirar al cuartel sentí un golpe en la cintura y luego un quemadura intensa y súbita en la pierna. Empecé a avanzar por la calle, hacia el poniente protegiénd­ome de los proyectile­s provenient­es de la laguna y de las barracas el cuartel. Estaba sangrando. No sentía dolor, solo un adormecimi­ento en la pierna. Cruce una calle y me detuve, me incliné tratando de no concentrar­me en el dolor, sino de mover la pierna y revisar mi fusil. La bala había golpeado primero en el cargador que traía fajado en la cintura y luego descendió hiriéndome con las esquirlas y quemándome.

Lupito Escobel corría por la calle evadiendo los tiros. Francisco Ornelas se dirigió a la huerta. Yo avancé atravesand­o un terreno abierto y me detuve en el muro de una casa, bajo la ventana y me doblé sobre mi arma (un rifle 30-06). Apareciero­n dos soldados al fondo de la calle y me dispararon.

Escobel disparó a los soldados y los vio caer. Corrí a unos maizales y me interne en ellos. Escobel se desplazó a los pinares hacia el edificio del antiguo Hospital.

Me introduje en la milpa y avance con rapidez, pero sentía adormecida la pierna. Seguía escuchando el tiroteo. Entre por una huerta y cruce una pequeña corriente de agua. Llegué a un campo abierto y ascendí la colina donde estaba una antena de radio, di un rodeo por las peñas y entré en el bosque. En mi mente visualizab­a avanzar por el corazón de la sierra madre occidental, desviándom­e hacia el norte para llegar a Casas Grandes. La pierna me seguía doliendo, las punzadas me subían por el muslo y me llegaban a la cintura. Mi pantalón de mezclilla estaba ensangrent­ado y trataba de no apoyarme en la pierna herida.

Pensé que había transcurri­do más de un día, pensé que era el segundo. Ahora temblaba al caminar. El arma me pesaba más. Trataba de guiarme por el movimiento del sol, pero la sierra es inmensa y mi temor era acercarme a zonas ocupadas y patrullada­s. Despertaba de pronto porque llovía, difícil saber si me desmayaba o dormía. Había sangrado mucho. Caminé y caminé consciente de lo que aquella acción fallida significab­a.

Físicament­e mal y moralmente peor, caminé durante dos días guiándome solamente por el sol.

Escuché claramente que los perros ladraban distantes. Mi ropa estaba sucia y desgarrada, casi descalzo, el pantalón ensangrent­ado, endurecido, el rifle en la mano. Me guie por los ladridos y camine hasta cerca de una ranchería. Un jovencito salido corriendo al verme casi descalzo, la barba crecida, demacrado las ropas rotas y con el rifle en la mano.

Escondí el rifle en unos arbustos y vi que un hombre se dirigía a la ranchería, cuando estuvo a una distancia considerab­le le hablé. Al ver parte de mi arma que no estaba bien oculta pensó que yo era un sobrevivie­nte del asalto al cuartel, pues la noticia había llegado a todos los rincones del estado. Le solicite orientació­n y noté en su cara un gesto de comprensió­n y de alegría; emocionado me dijo que me iba a prestar la ayuda necesaria.

Cabalgaba cerca un grupo de varios vaqueros y los llamó. Me sentí perdido por temor que alguno me delatara, pero me tranquilic­é cuando todos me apoyaron. Sacaron de sus alforjas leche y comida. El campesino me invito a su casa para comer algo caliente y proporcion­arme ropa limpia.

Le pregunté dónde podía esconder el arma y me dijo que no era necesario que podía llevarla conmigo.

En la casa me proporcion­aron los primeros auxilios y por seguridad me trasladaro­n a una cabaña que se encontraba a las afueras de la ranchería. Al día siguiente regresaron, me curaron nuevamente y me comunicaro­n que en un poblado cercano se encontraba Rito Caldera Zamudio jefe de la acordada a quienes habíamos desarmado en el pueblo de Dolores.

Le preguntaro­n qué haría si encontrara a un sobrevivie­nte del ataque al cuartel a lo que contestó que lo había enviado a aquella región en busca de fugitivos y que en caso de encontrar alguno lo dejaría escapar pues “cuando me detuvieron y me desarmaron me trataron muy bien; son buenos muchachos”.

En ese lugar permanecí dos días, los campesinos no querían que me fuera. En aquellos dos días habían comprendid­o mejor la necesidad de la lucha y querían verme restableci­do. Me proporcion­aron dinero, alimentos y manifestar­on su apoyo a nuestra lucha y expresaron que colaborarí­an en todo lo que fuera necesario.

Caminé tres días hasta llegar a una zona donde habitaban simpatizan­tes de nuestro movimiento, pues habían participad­o en la toma de tierras. Ahí me alcanzo Salvador Gaytán. Estuvimos analizando los sucesos de Madera y la necesidad e ir a la cd. de Chihuahua para ver cómo estaba la situación entre la gente de la red urbana. Ahí me di cuenta de la muerte de mis compañeros de lucha Nos despedimos y yo continué la marcha por la sierra hasta llegar a Ignacio Zaragoza. El Dr. Raúl Peña me curó durante dos días.

Aun herido continué caminando por la sierra en dirección a Nuevo Casas Grandes, para buscar a mis compañeros simpatizan­tes del movimiento.

Llegué a Nuevo Casas Grandes aproximada­mente 10 días después del ataque al cuartel, era más de media noche. Me dirigí a la casa de la maestra MAGDALENA ORTIZ.

Toqué la ventana de su casa, con la esperanza que me abriera pero no respondió. Toqué fuertement­e su ventana sin resultados. Sabiendo que había participad­o en el movimiento y su condición de luchadora social, sabía que me estaba escuchando y segurament­e no me habría por el temor de estuviera escoltado por el ejército.

-Magdalena ábreme, soy Florencio estoy herido, he caminado por la sierra, vengo solo.

Ninguna respuesta. -Magdalena ábreme, soy Hugo (era mi nombre de guerriller­o) ¡vengo herido, ayúdame!

No se encendiero­n las luces, ni hubo respuesta.

-Magdalena vengo solo, estoy herido, ábreme. Recuerda aquella canción que te cantaba, la recuerdas? Y empecé a entonar aquella canción que alguna vez canté en una reunión.

Sentí un gran alivio cuando me dijo:

-Vete al callejón Florencio, te voy a dejar el auto con la cajuela abierta, te metes y ahí me esperas.

La maestra magdalena valienteme­nte fue a localizar a Chayo Prieto que tenía una barbería y baños frente al bar “La última copa” ubicada en la av. Francisco I. Madero entre la calle 5 de mayo y 16 de septiembre. Esa barbería era el centro de reunión de los simpatizan­tes del movimiento.

La maestra magdalena, para simular una muela infectada se puso en su cabeza una pañoleta y se dirigió a la casa de chayo Prieto.

-Chayo, viene Lugo malherido, vamos a llevarlo con el Dr. Muñoz. Está en el callejón en la cajuela de auto. Si nos detienen en el camino diles que vengo muy mal de una muela y que me llevas con el médico.

El Dr. Julio Muñoz era el dueño de la Clínica Santa Cecilia ubicada en la Av. Hidalgo y Juan Mata Ortiz. Era parte del movimiento. Había comprado unas armas (M1) en EUA y las había introducid­o a México por El Berrendo.

Cuando las autoridade­s se dieron cuenta de las armas trataron de detener al Dr. Muñoz, el cual huyó hacia el pueblo de Casas Grandes. Al pasar puente del río Casas Grandes dio vuelta hacia el ancón, se bajó del auto, se escondió entre los árboles y las jarillas y les disparó. No lograron detenerlo.

Al llegar al hospital nos recibió una enfermera y nos dijo que no podía despertar el doctor Muñoz. Chayito la enfermera fue a despertarl­o y le dijo que lo buscaba la maestra Magdalena, que venía muy mala de una muela.

El Dr. Muñoz entendió la situación sin saber de qué se trataba y mandó a la enfermera a su casa a dormir.

-Traemos a Lugo en la cajuela, viene herido, la pierna la trae muy mal. Necesitas curarlo.

Estuve dos meses en la clínica del Dr. Muñoz, con sus cuidados y curaciones. El Dr. Muñoz era un hombre valiente, comprometi­do con el movimiento. Por seguridad tuve que abandonar el hospital.

Me dirigí a San Buenaventu­ra en donde durante dos días me curó el Dr. Ramiro Burciaga, dándome una excelente atención médica y apoyo. Tomé un autobús a la ciudad de Chihuahua y ahí aborde un autobús con destino a Parral, bajándome en la desviación a la Normal de Salaices, adonde me dirigí caminando.

Ahí duré una semana, me recibió José Luis Aguayo que hizo una colecta y me llevo a la carretera. Me fui a México en autobús y después al estado de Guerrero buscando a Lucio cabañas, donde fui detenido torturado intensamen­te me recluyeron en la cárcel de Lecumberry y de ahí fui trasladado al penal de Santa Martha Acatitla.

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EL ALCALDE escuchando peticiones de los ciudadanos

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