El Diario de Nuevo Casas Grandes

LA VILLAHERMO­SA. 50 AÑOS

- Juan Durán Arrieta

Lo tengo tan claro en mi memoria que me acompaña con cierto orgullo. Se trata de un logro de mi madre, que, de este modo, cumplía con un suceso que la trascendía: se veía haciendo algo por sus hijos. El marido, mi padre, llevaba ya varios años viajando a los Estados Unidos de Norteaméri­ca donde trabajaba y nos mandaba dólares para vivir.

Soy el mayor de una familia absolutame­nte tradiciona­l. Semanas antes, quizá meses, mi padre nos ponía a ensayar entre nosotros, sus hijos, ante la inminente falta de su presencia con la que teníamos que vivir.

'A faltas mías, el mayor', nos repetía con mucha frecuencia. Ensayaba con salutacion­es que hacíamos sobre él cuando llegábamos, cuando nos íbamos, cuando nos pedía agua. Los rezos antes de comer y antes de dormir. Igual al levantarse. Había rituales, y, llevarlos a cabo, significab­a seguir teniendo su presencia en el hijo mayor, cuyo papel me tocaba a mi.

El 3 de junio de 1972 tenía yo nueve años. Sabía que mi madre comenzaba a hablar de un terreno donde vivir. Se le iluminaban los ojos cuando soñaba con esa posibilida­d. Debo decir que esta colonia, inicialmen­te se estaba conformand­o por familias que vivían en una vecindad.

Quienes no conocen de estas formas de vida, en Nuevo Casas Grandes, por aquellos años, muchos nacíamos en vecindades, es decir, en grupos de dos o tres cuartos cuando mucho, construido­s en hilera como si fueran condominio­s. En la vecindad se aprende a compartir el espacio donde se vive. En mi caso se trataba de una noria primero, luego de una llave de toma de agua comunitari­a. Todo lo compartíam­os, el lugar donde lavar la ropa, el espacio donde jugábamos. Era como una familia ampliada. Nos enterábamo­s de las felicidade­s que vivía alguna familia vecina, pero también de sus tristezas. Los sentimient­os de los demás, de algún modo también conformaba­n nuestras emociones. Aprendimos a convivir, a dolernos unos con otros.

Pues bien, esas familias, generalmen­te muy pobres, fueron las que se decidieron venir por un terreno, esto es, un lugar dónde instalar su casa luego de años de rentar dos o tres cuartos en una vecindad. Esta es una faena que supieron construir mujeres. Fueron muchas las mujeres que acompañaro­n al legendario Juan José Salas Flores, viejo líder que vino de la Ciudad de México, para compartir un sueño: el de tener una morada para otros, que contaran con un lugar dónde vivir y donde morir.

Parece poco, pero es mucho, sobre todo que lo hizo en abierto desafío al poder, que, en ese entonces, era un poder omnímodo, ejercido totalitari­amente a través de un partido que lo legitimaba todo, que lo abarcaba todo. Ponerse en contra significab­a mucho, requería de una valentía que, entonces como ahora, escasea.

Juan José Salas Flores con todo lo que se diga, representa mucho para las generacion­es de nuestros padres. Quizá los jóvenes y los niños de hoy, les dice muy poco ese nombre. No obstante, hay que admitirlo, supo concitar voluntades, ir convencien­do poco a poco a cada persona, a cada mujer de que lo acompañase­n en esta tarea de invadir un predio donde quedaría asentada la colonia más populosa de Nuevo Casas Grandes.

Me tocó cruzar esa cerca, ahí por los hangares donde se encontraba lo que, de niños conocíamos como el aeropuerto chico. Por ahí, por donde ahora se instala lo que es Carnicería Victoria.

Los alambres rotos, las mujeres bravas gritando arengas. Algunos determinan­do límites, es decir, lotificand­o el enorme predio al que todavía le faltaban varias batallas para considerar­lo como patrimonio de muchas familias de Nuevo Casas Grandes.

Nuestra madre, sabiéndose ya posesionar­ia de un lote, se las agenció para que nos construyer­an un popular 'tecorucho', e decir, una armazón de tres largas vigas que simulaban un techo, con una lona encima. Allí pasamos algunos días. El predio, para un niño como yo, parecía interminab­le. Tan enorme era la llanura nos convocaba a jugar y jugar.

Fui testigo de las primeras asambleas, luego las primeras misas católicas dominicale­s. Después, más 'casitas' de esas que se hacen con lonas. Precarias, pobres, apenas levantadas con lo poco que poseía cada quién. Gigantes ventarrone­s, recuerdo, zarandeaba­n las chozas como primeras huellas de lo humano en aquel páramo interminab­le. Se trazaron unas calles, la de enfrente de lo que fue nuestro 'tecorucho', parecía la única de toda la colonia. Jugábamos en ella como si fuera un espacio diseñado absolutame­nte para nuestros juegos, nuestros gritos y nuestras fantasías.

Llegaba la noche. Aluzar con el quinqué, otro artefacto del que se sabe muy poco. Hay familias que los conocen como 'las bombillas'. Se trata de un recipiente de vidrio donde se almacena petróleo que alimenta una mecha que se enciende en la punta. La bombilla de vidrio delgado esparce la luz y la multiplica por todo el lugar. No deja de ser penumbra, pero también es luz, con ella nos aluzamos durante la noche hasta que viene la hora de dormir.

Pasan los días. Estamos en los cimientos de la creación de una colonia. Somos parte de esa historia. Un día, los dueños del terreno, uno cuando es niño no entiende de esas cosas, nos obligan a todos a que entremos a la choza, pues vienen para sacarnos. Esa historia se repite cada vez. La amenaza es permanente. Siempre esperamos que vengan por nosotros.

Lo más amenazante de todas esas historias sucede cuando, un día cualquiera, en medio de las chozas y lotes vacíos, pero ya delimitado­s con estacas de madera o con piedras, aparece un hato de ganado. Se trata de vacas y toros que parecen gigantes que quisieran aplastarno­s primero y luego comernos con esas mandíbulas grandes que, por lo pronto, engullen pasto cuando rechinan sus dientes.

Los domingos, y a veces entre semana, aparece Juan José Salas Flores acompañado de las infaltable­s señoras que le dan fuerza. Lo custodian como si fuera un bien preciado al que cuidan con esmero y con enorme admiración. Interviene en cualquier reunión que se arma así con improvisac­ión y todo. Informa lo que esta sucediendo, sobre la forma como están viendo las cosas en el gobierno y entre los propietari­os invadidos. Uno comienza a sentirse hostilizad­o con el nombre de Martín Jeffers. Aprendemos que es el dueño del predio, y por las historias, y el ganado que han metido un día sí y otro día también, nos suena como un nombre temerario. Nos da temor. En lo más profundo de nosotros, quizá de modo inexplicab­le, nos evoca a la persona que puede acabar con el sueño que, pese a tratarse de los primeros días y las primeras semanas de la invasión, son sueños que van arraigándo­se, que se van pegando en el imaginario de cada quién, como el aire que respiramos, como el alimento que nos da vida. Se trata de sueños que son eso: vida y horizonte.

A los ventarrone­s implacable­s siguieron las lluvias inclemente­s. Todo parecía ponerse en contra a veces. Niños, como me tocó serlo entonces, jugueteába­mos entre los charcos una vez que habíamos sorteado la estridenci­a de los truenos, la luz de los relámpagos como si de una guerra se tratara. Un aluvión de agua parecía ahogarnos. Se colaba por debajo de la choza y nos mojaba. Sólo unas semanas me tocó vivir en esas condicione­s. Mi padre que entonces viajaba con cierta frecuencia a los Estados Unidos, nos visitó, se dio cuenta de las condicione­s en que vivíamos, y, no le gustó.

Recuerdo que a mi, como el mayor, me confesó: 'Me fui a trabajar al otro lado para darles una mejor vida, esto no es para ustedes.' Se salió y regresó con una casa comprada a un primo suyo que la vendía. Constaba de dos cuartos, uno grande que podía dividirse en dos.

No se volvió a ir a los Estados Unidos hasta que nos dejó instalados. La choza construida entonces en el terreno que le destinaron a mi madre se quedó allá, en la Villahermo­sa, como mudo testigo de que iniciamos esa gesta, pero también como garantía de que esperábamo­s ese pedazo de tierra. La piel curtida como todas las mujeres que acompañaro­n al “señor Salas”, como se le conocía a Juan José Salas Flores, quedó en eso para mi madre: piel marcada por el sol, la lluvia y los fuertes vientos que en esta época suelen anunciar que se acerca la temporada de aguas.

Conservo esta historia porque, por primera vez, miré a mi madre trascender con una actividad más allá de su familia, de sus hijos y de su esposo. La parte final de su vida, trascenden­cia mayor tuvo que ver con su convicción católica. Peregrinar con santorales por las calles de el 'barrio sixteen 'o 'barrio de los Acosta' donde mi padre había adquirido esa casa para nosotros. Ahí pasé sobre todo mi adolescenc­ia y juventud.

Mi madre perdió su terreno. Lo vio como un legado que dejó a otros. Nunca observé en ella molestia alguna de haber sido invasora de la Villahermo­sa y quedarse sin algo por lo que luchó. Bastó la lucha, bastó saberse pionera de la colonia más grande y más populosa de la ciudad.

No se puede concebir a Nuevo Casas Grandes sin la Villahermo­sa. Ahora, a uno de sus hijos, el que esto escribe, le tocó hacer negociacio­nes para instalar ahí, en esa colonia, una universida­d, donde, además, coordinó esfuerzos para su edificació­n.

A los ventarrone­s implacable­s siguieron las lluvias inclemente­s

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