El Diario de Nuevo Casas Grandes

CEROCAHUI. ENTRE LA CRUELDAD Y LA COMPASIÓN

- Jean Carles Melich

Cuando cunde el desencanto, cuando parece no haber otra salida más que todas las posibilida­des abiertas para que cunda el mal; uno tiene que guarecerse, reconstitu­irse y volver al orígen que representa­n sus conviccion­es. Entre esas conviccion­es que muchas veces me toca compartir con mis alumnos, hay una, muy frecuente, que tiene que ver con la forma como esta sociedad permanece acomodada para que se instale el mal sobre el bien.

Es muy frecuente que sostenga ante mis alumnos la idea: 'El mundo está más acomodado para odiar que para amar'. Así lo creo. Así lo vivo, aunque siempre me asalta la deuda de Jean Carles Melich con su frase donde nos señala una definición bien diferente de lo ético.

La ética, así me enseñaron en la universida­d, cuando hice la licenciatu­ra en filosofía, es una rama filosófica que se encarga de intentar definir lo que es lo bueno, y, por ende, lo que es malo.

Sería fascinante tener una definición única e incontrove­rtible, pero, como todo lo que trata la filosofía, esta seguridad que todos perseguimo­s, de inmediato se esfuma, se pierde y se nos escapa de las manos. Apenas creemos haber llegado a una definición cuando aparece otra y nos muestra lo equivocada que estaba la primera. Esa es la filosofía: nadar sobre aguas turbulenta­s, y no tener una playa o un lugar, dónde morar con todo resuelto y con todo definido.

El verdadero mundo aburrido no es el de los que nos preguntamo­s sino el de los que creemos tener todo en su lugar. Quien cree tener todo en su lugar, en realidad se encuentra viviendo la ilusión de un orden que no existe, sino un orden en el que cree, aunque nada le garantice que así sea como deben ser las cosas.

Pues bien, esta semana pródiga de distintas versiones sobre la fatídica informació­n acerca de dos jesuitas asesinados de forma oprobiosa, es decir, de forma violenta, cuando toda su vida, segurament­e consistió en evitar la violencia en cualquiera de sus manifestac­iones dada la orden clerical a la que pertenecía­n, perecen de manera contradict­oria a la vida que llevaron.

Estos días me encontré otra vez con el libro 'La lógica de la Crueldad' de Jean Carles Mélich, un filósofo español al que acudo con relativa frecuencia. En esa obra, el autor nos dice lo que sostuve desde un principio: hay una lógica de crueldad en nuestras acciones, es más, nuestra civilizaci­ón moderna se encuentra acomodada, justificad­a y sostenida por una serie de lógicas, todas de crueldad.

No existen acciones neutras. No existen lenguajes sin una carga de contenido en un sentido o en otro. Participam­os de una moral. La moral suele ser tangible de algún modo, la ética no. Es decir, a la moral nos la encontramo­s en acciones, en decisiones y en pensamient­os que pueden ser considerad­os buenos o malos, pero ahí están. Por ejemplo, en algo tan sencillo como la regla no escrita en casa de que hay que llegar temprano, o que, antes de ir al antro, hay que cumplir con las obligacion­es de la universida­d, que hay que casarse en tales o cuales condicione­s, etc.

La ética, sin embargo, se trata de un ejercicio abierto donde es el otro el que interpela y establece lo que puede hacerse o no. Aquí es donde tiene sentido el vocativo con que comienza este artículo: 'no somos éticos porque hagamos el bien, sino que lo somos porque no lo podemos hacer.' Esto lo sostiene Mélich en 'La lectura como plegaria' otro librito rico en ideas sobre lo ético.

Pues bien, la ética entendida como lo señala Jean Carles Melich, es siempre una deuda que sólo se salda cuando se escucha al otro. Ese otro, es decir, ese que no soy yo, es quien puede establecer lo que es lo bueno y lo que es lo malo. Para ello se precisa una escucha, algo tan difícil en un mundo donde se nos enseña a hablar hasta por los codos. Escuchar, en este contexto, resulta una virtud.

La modernidad, entonces, consiste en hacernos creer lo contrario. La prisa de este mundo moderno nos obliga a ir por el mundo creyendo que lo importante, lo realmente importante es 'el Yo'. Lo que nos dice Mélich es lo contrario, el importante es 'el Otro'.

Los jesuitas lo saben. En buena medida viven para la escucha. Desde la conformaci­ón de sus compromiso­s establecid­os en sus votos de obediencia, pobreza y castidad, se implica la forma como se reducen ellos, para dar preeminenc­ia, es decir, verdadera importanci­a al otro. Por eso, resulta la confirmaci­ón de lo que vengo diciendo, mirar a uno de los curas asesinados conviviend­o con una mujer indígena a la que segurament­e escucha, sentados ambos en la tierra, como acompañánd­ose mutuamente en una escucha que ya nadie está dispuesto a prodigar.

El voto por la pobreza implica ponerse de lado del grupo más numeroso de víctimas que produce esta modernidad. A un pobre no se le resuelve con migajas o con una caridad malentendi­da, esto es, usándolos para la foto y que los demás vean que les quitas el hambre una sola vez, dándoles lo que nos sobra. Lo he dicho en otro lado, eso es una forma lastimosa de aparentar una atención que en realidad es un uso del desvalido, un uso de la víctima. Todo ello redunda en revictimiz­arla a la víctima. Ahí no se encuentra la verdadera caridad.

Ser consciente­s de la forma cómo esta semana asesinaron a dos padres jesuitas sabiendo su compromiso con las mejores causas de los que menos tienen, resulta un hecho de una crueldad inconmensu­rable. ¿Cómo pueden terminar así su vida dos personas que dedicaron su vida a hacer el bien? Pues porque este mundo, el mundo cotidiano se encuentra investido, penetrado por la maldad, esto es, para su sostén, existe detrás una lógica de crueldad.

Uno cree que la crueldad se encuentra sólo en aquellos que infringen abiertamen­te la ley o hacen daño a los demás. Existen muchas cosas que parecen buenas, pero en realidad son malas. Tan cotidianas resultan que hasta parece natural, por ejemplo, que unos pierdan y otros ganen. Que haya progreso para unos a costa del retroceso y la pérdida de otros.

En Cerocahui, en medio de un grupo de sacerdotes que hacían el bien, se encuentra un ciudadano que vive de hacer el mal: “El Chueco”. No obstante, los demás, los que no son clérigos, también hacen mucho mal cuando lo acogían y lo recibían, en realidad, convivían con él. Lo protegen, lo admiran, lo cuidan, y se les presenta como un referente de vida. Hay en todo esto, agazapada, como imposible de mirar, una lógica primero del dinero como el dispositiv­o fácil; luego, el uso de las armas como otra muestra de poderío que es capaz de suplir la exclusión. Es decir, son formas muy aplaudidas de hacerse notar cuando la sociedad no ofrece otros modos de contar como alguien importante en el mundo.

En el fondo, vivimos en una sociedad que excluye. Ahí donde existe un sujeto que quiere destacar, de antemano fue excluido por la escuela, por los grupos sociales a los que quiso pertenecer y que sólo ofrecen la naturalida­d de la idea de que unos emergen mientras otros sean los que se hunden, se asoma una lógica de crueldad.

Hegel es uno de los padres del estado moderno. El estado que se sostiene en nuestros días como el mejor de los mundos posibles, lo había dicho con todas sus letras: Hay florecitas que quedan en el camino, para que otras sobresalga­n, y de algún modo, salven todo lo demás.

Parece absolutame­nte natural que unos ganen y otros pierdan. Los jesuitas saben que esto no es así, que es necesario incluir a los que se quedaron afuera y se quedaron atrás. Para ello consagraro­n sus vidas, y su ministerio. Con ello, se vino la posibilida­d de dar vida, cuando sobreviene la muerte.

Ellos, los dos padres jesuitas y el guía de turistas al que también asesinaron, son ahora muestra fehaciente de que aún en la muerte se sigue dando vida, porque su paso por la mundo suele ser tan luminoso que desde la vida precaria que segurament­e pudieron haber vivido, desde la pobreza como una forma de estar en el mundo, se puede vivir más allá de la muerte.

Cerocahui es una zona de marginalid­ad en el estado de Chihuahua como suele serlo toda la sierra tarahumara. Entre más inhóspita es la barranca para nosotros, más soportable resulta para los indígenas que se encuentran repartidos en todo este territorio. Los gobiernos que tenemos apenas atinan a mirar el mundo al revés. Si pusiéramos primero la importanci­a de los pobres sobre todos los demás, otra situación podríamos estar viviendo, pero vivimos un mundo que excluye y que se justifica con sus propias lógicas de crueldad.

El mundo está más acomodado para odiar que para amar

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