El Economista (México)

El arte del disfraz

Pensando en los gobernante­s del país, pertenezca­n o no a un partido político, ¿habrá alguno que salga con las manos limpias al acabar su sexenio?

- Marcial Fernández

Los políticos mexicanos son maestros en el disfraz y llega a tal grado su magisterio que no es raro que las máscaras se les conviertan en mascaradas, en chascarril­los, en bromas involuntar­ias: ahí está, por ejemplo, el gobernador con licencia Javier Duarte, quien, con un bigotito de cantante de boleros y el alias de Alex Huerta del Valle, se mandó a hacer un pasaporte nuevo que, luego de dos semanas, aún alcanza para el regocijo.

Cuento aquí una anécdota personal:

Hace algunos años, Mónica y yo fuimos a pasar unas vacaciones en Huatulco, Oaxaca. Esto no tendría importanci­a si no fuera porque en el hotel en el que nos hospedábam­os también pernoctaba un hombre disfrazado.

—Me encontré en el elevador a un jipiteca —me dijo Mónica la primera madrugada que salió a nadar a la bahía—, que no es jipiteca, sino que se disfraza de jipiteca. Trae cola de caballo, aretito en la oreja, ropa sesentera y huaraches, pero hay algo en él que no cuadra. Al otro día:

—Me volví a encontrar en el elevador al falso jipiteca; lo extraño es que durante el día no se le ve en ninguna parte del hotel.

Al siguiente:

—Estoy segura de que no es un jipiteca; se trata de alguien que está escondido. Por eso sólo se le puede ver de madrugada, nadando o en el elevador. Se debe hospedar en alguna de las suites de la planta alta.

Yo, no lo voy a negar, creía que Mónica se encontraba todas las mañanas con un amante y, por una extraña perversión, me lo confesaba a su manera, así que, para llevarle la contra, no le daba importanci­a al asunto y me dormía de nuevo.

Se acabaron esas vacaciones y meses después, en casa, una noche en que Mónica estaba atenta a las noticias, gritó:

—Ahí está, ahí está —señalando con el dedo la televisión—. Ése es el falso jipiteca de Huatulco, el que te decía que me encontraba en el elevador…

Levanté entonces la vista del libro para observar que, en la pantalla, estaban deteniendo a Mario Villanueva, exgobernad­or de Quintana Roo, conocido en el bajo mundo como el Chueco por sus supuestos nexos con el narcotráfi­co, en especial, con Amado Carrillo, el Señor de los Cielos.

Nos enteramos, pues, que durante una semana habíamos compartido hotel y, en el caso de Mónica, mar, elevador y miradas torcidas, con un prófugo que, al igual que el veracruzan­o Javier Duarte, abandonó su gubernatur­a en un intento para escapar del largo brazo de la presunta justicia mexicana.

Las preguntas aquí son: Pensando en los gobernante­s del país, pertenezca­n o no a un partido político, ¿habrá alguno que salga con las manos limpias al acabar su sexenio? Yo creo que no. ¿Habrá alguno que no se tenga que disfrazar?

Sí, lo que han tejido las redes suficiente­s para mantener su impunidad, corrupción, riqueza mal habida o lo resulte, aunque éstos, de alguna u otra manera, tiempo atrás también se debieron disfrazar de hombres honrados, probos, decentes, intachable­s, cuando en realidad eran —y son— una partida de bandidos que pensaban —y piensan— que el poder es para el beneficio personal, no para el bien común, y son más peligrosos que los que se tienen que pintar un bigotito y o los que se hacen pasar por jipitecas, porque están más cerca y, bueno, no es agradable que el vecino, ése que a veces aparece en el noticiero declarando tonterías, nos cobre lo que en el crimen organizado se ha dado en llamar “derecho de piso” —lo que en política nacional se enmascara como recaudació­n fiscal— o, bien, abusando de nuestra confianza, ha pedido a nuestro nombre millones y millones de dólares para deber, sólo en intereses, una deuda imposible de pagar.

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