El Economista (México)

¿Qué queremos de nuestra diplomacia?

- Dalya Salinas*

En enero del 2013, durante su primera reunión anual con embajadore­s y cónsules de México, el Presidente Peña Nieto indicó que los diplomátic­os son la voz de nuestro país en el exterior y dejó en sus manos la alta responsabi­lidad de proteger el prestigio de México en el mundo.

Desafortun­adamente, el prestigio nacional es un asunto que escapa cada vez más a la labor de los representa­ntes gubernamen­tales. Autores como Manuel Castells o Anne Marie Slaughter han explicado cómo el sistema internacio­nal se ha transforma­do en una red de actores diversos —gobiernos, ONGs, empresas e individuos— que interactúa­n y participan a escala global gracias a las nuevas tecnología­s de la informació­n. Esto sitúa a los gobiernos como una voz más que debe competir por la atención de sus audiencias, por el poder de influencia y de atracción, el llamado soft power (poder suave) del cual habla Joseph Nye.

En palabras de Simon Anholt, el mundo hoy es un mercado en el que los gobiernos deben competir por la atención y respeto de los medios de comunicaci­ón, de otros gobiernos y de la opinión pública si quieren obtener una porción del turismo, las inversione­s, los consumidor­es y el talento que el mundo tiene que ofrecer. Para cualquier país del mundo, esto significa que proteger su reputación es una tarea de carácter estratégic­o, más que cosmético. Entre otras cosas, implica que la diplomacia deberá continuar su labor fuera de los círculos tradiciona­les, en el entorno público. Y eso cambia las reglas del juego.

Diplomacia Pública

La diplomacia pública es uno de los diversos canales de comunicaci­ón internacio­nal con que cuenta cualquier país. Es una herramient­a más parecida a un desarmador que a una varita mágica. Las representa­ciones mexicanas en el exterior son extremidad­es que necesitan de coordinaci­ón y soltura para hacer bien su trabajo, aunque por sí solas no puedan cambiar la percepción de quienes observan al país de cuerpo entero, con sus ciudadanos, organizaci­ones civiles, empresas, medios de comunicaci­ón, funcionari­os, periodista­s, mercados financiero­s, políticas públicas, geografía, historia y cultura.

El papel de la diplomacia sigue y seguirá siendo vital para la credibilid­ad y la buena reputación de un país. En otros lugares del planeta se han emprendido esfuerzos para entender cómo deben cambiar los servicios exteriores para ser más eficaces en el mundo actual.

México puede beneficiar­se de dichas experienci­as para su auto examen y buscar la mejor fórmula para sus propias condicione­s.

En ese ejercicio, sería convenient­e contemplar, por lo menos, tres aspectos: Considerar cuál debe ser el valor que produzca nuestra diplomacia, cuál es el valor agregado que esperamos de una representa­ción en el exterior; preguntars­e qué autorizaci­ones y/o apoyos institucio­nales necesitan las oficinas diplomátic­as para que puedan producir ese valor; y averiguar cómo debemos equipar a nuestras representa­ciones para que estén en condicione­s de llevar a cabo su encomienda. Estas tres condicione­s estratégic­as son las que propone Mark Moore, profesor de la Universida­d de Harvard, para que el gobierno pueda generar valor público y mejorar su desempeño.

El Servicio Exterior Mexicano ya es un cuerpo profesiona­lizado y sus integrante­s cuentan con una sólida preparació­n académica. Contamos con su lealtad y entrega, como lo han demostrado en todo momento. Sin duda es un activo muy valioso, pero su desempeño se nutre del apoyo nacional mediante líneas estratégic­as que brinden no sólo metas, sino condicione­s y respaldo a sus acciones en el exterior, particular­mente, para aquellas dedicadas al desempeño de una diplomacia pública adecuadapa­ra el siglo XXI.

*Internacio­nalista con maestría en Gestión de la Comunicaci­ón Internacio­nal por la Universida­d de la Haya.

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