Caparrós, de repartidor de café a escritor
Verdadera lección de cómo se hace el periodismo 2.0; el libro de Caparrós es un gozo para cualquiera a quien le gusten las historias
El autor del libro Lacrónica comenta en entrevista que a él todo el periodismo le sucede como magia, la magia de un hechicero al que le gustan las historias.
LACRÓNICA, ASÍ se llama, todo junto. No es un capricho de Martín Caparrós (bueno, sí lo es pero tiene su razón), sino una nueva forma de definir ese género que le tiene dando vueltas en la cabeza a tantos periodistas en Hispanoamérica. La crónica es algo así como un boom —no exactamente un boom, como dice la periodista Leila Guerriero, porque eso significaría decenas de libros y de revistas sobre el tema; digamos que es un boomcito— para los periodistas en castellano. Martín Caparrós, argentino, es uno de los maestros del género. Cito la entrada de Lacrónica:
“Lacrónica es un anacronismo. La crónica tuvo su momento (…) América se hizo a golpe de crónicas, se llenó de nombres y de conceptos y de ideas a partir de esas crónicas —de Indias—. Así empezó a escribirse América: aquellas crónicas que partían de lo que esperaban encontrar y chocaban con lo que encontraban. Ese choque sigue siendo la base del relato”. Esa extrañeza forma lacrónica.
El placer de Lacrónica, completa Caparrós, es el gusto de deshacer un saber para armar uno nuevo. “Provisorio, siempre provisorio”.
¿DOCTOR CAPARRÓS, SUPONGO?
El asunto con Caparrós es que es un autor honesto. Su libro Lacrónica (Planeta) es una mezcla de crónicas (¿lacrónicas?) que tienen en medio entrepisos en los que Caparrós explica sus ideas sobre el periodismo, cómo escribió tal o cual texto y su historia personal como periodista.
Si me permiten pasar a la primera persona, no pude sino sentirme identificada con el Caparrós jovencito al que el periodismo le cayó de casualidad. Un día empezó repartiendo cafés en una redacción y un día lo dejaron escribir una nota: amor acelerado. Dice Caparrós que a él todo en el periodismo le sucede como magia, la magia de un hechicero al que le gustan las historias.
Lacrónica nos lleva de aquí para allá. Es un edificio bien construido, con sus entrepisos, sus departamentos y su penthouse. Aunque las crónicas de la colección datan de más de una década, todas están insufladas de un espíritu atemporal.
Por ejemplo, en su texto sobre el mercado de coca en Bolivia, aparece apenas como un cameo un líder campesino incómodo de nombre Evo Morales. La crónica fue escrita en 1991.
En ese texto, qué bárbaro, Caparrós alcanza a explicar cómo funciona el mercado cocalero, principal fuente de ingresos de Bolivia y cómo el producto alimenta narices ansiosas en Estados Unidos.
Viaja a Sri Lanka para denunciar el comercio sexual con niños. Renta inclusive a uno de esos chiquillos no para usarlo sexualmente sino para que le cuente su historia. “A mí me gusta que me cuenten historias”, le dice al padrote para que lo deje en paz con el niño.
Se codea con los guerrilleros de las FARC, donde una guerrillera le dice que ésta es una vida chévere. En Belgrado vive la asfixia de los bombardeos de la OTAN y en Tanzania sigue los pasos del periodista Henry Morton Stanley y el explorador David Livingston. Una obsesión desde su infancia, Caparrós se da el gusto de escribir las palabras famosas de Stanley cuando encontró al perdido Livingston: “¿Doctor Livingston, supongo?”.
Lacrónica es no sólo un libro fabuloso, es un verdadero curso de periodismo. Lo que yo llamo entrepisos son breves textos entre crónica y crónica en los que, generoso, Caparrós comparte su técnica y sus errores y lo que esos errores le han enseñado. Sin pudor, por ejemplo, en su crónica de la guerra en Belgrado cuenta las dificultades para conseguir la visa de periodista. Putea (ah, cómo putea Caparrós), pero al final la consigue. Rompe la vieja regla del periodismo que dice que las dificultades para conseguir una nota no son la nota. Pero esto es lacrónica y las reglas son otras.