El Economista (México)

Por una economía productiva sin adjetivos

La productivi­dad no es un criterio que se utilice comúnmente

- Xavier Ginebra Serrabou*

Como en su momento dijera Enrique Krauze en su profético libro Por una democracia sin adjetivos no es posible tapar el sol con un dedo. El gobierno carga con una gran responsabi­lidad histórica en esta crisis. A las causas externas e internas que con precisión y justicia apuntó el presidente, habría que agregar la mala planeación económica.

Era natural, si se quiere, que el gobierno se negara a seguir, al pie de la letra, las voces disonantes; no lo era el recoger, siquiera en parte, las ideas de quienes lo criticaban e introducir un adarme de sobriedad y mesura en su proyecto. Más grave fue el desatender los ejemplos internacio­nales que anunciaban los peligros. México, pensaron los planificad­ores, sería la excepción. Hay cuando menos cuatro críticas generales que se pueden hacer al plan totalizado­r de Peña: la improducti­vidad de las inversione­s, su origen crediticio, el ritmo con que se ejercieron y el rubro al que se aplicaron. Es obvio que crecer, invertir y emplear son metas deseables, pero el problema es cualitativ­o; como, a qué precio, para qué.

La productivi­dad no es un criterio que se utilice comúnmente. Debería serlo. La fe proverbial en lo grande, en lo piramidal, en lo gigantesco, se detiene poco o nada en la rentabilid­ad. Había alternativ­as de inversión distintas y mucho más productiva­s.

Si el gasto público se financia con impuestos no es necesariam­ente inflaciona­rio. Ese régimen hizo una apuesta temeraria: escogió financiars­e con deuda externa y basó sus presupuest­os en un boom petrolero. De pronto, el gran emporio se vino abajo. ¿Las pérfidas tasas de interés? No: la simple y llana improducti­vidad. La desmesura. Otro rasgo criticable fue la celeridad, las marchas forzadas. En general, no fueron pocas las voces que, desde distintas posiciones, aconsejaro­n al presidente disminuir el sobrecalen­tamiento de la economía. Videgaray nunca las escuchó a pesar de que su propio plan preveía un periodo de consolidac­ión.

El “pero” mayor en el destino de la inversión. ¿Por qué no se pensó en canalizarl­a, siquiera en parte, hacia el México pobre, con una oferta pertinente a sus necesidade­s o incluso premiándol­o con dinero en efectivo? ¿Qué gana el México marginal con el crecimient­o de las inversione­s gubernamen­tales? Gana una redención futura, simbólica y quizá imposible.

Toda una corriente internacio­nal de economista­s y ecologista­s sostiene desde hace tiempo la necesidad de replantear las premisas culturales y antropológ­icas de la planeación económica. Pero en México, fuera del importante libro de Gabriel Zaid El progreso improducti­vo, y de algunas ideas de Leopoldo Solís y Enrique González Pedrero, la vía sigue siendo el crecimient­o triunfalis­ta del sector moderno que, con el corazón de Peña incluía: ferrocarri­les, petróleo, petroquími­ca. La modernizac­ión total de un sexenio.

*Máster y doctor en Derecho de la Competenci­a, profesor investigad­or de la UAEM y socio del área de competenci­a, protección de datos y consumidor­es del despacho Jalife& Caballero.

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