El Economista (México)

Realismo en tiempos de crisis

- Carlos Requena

La lista de malas noticias es interminab­le. Una a una se multiplica­n en el escenario nacional, y mundial, para mostrar sus lacras, como si la finalidad fuera provocar flagelo social apocalípti­co. Hoy la regla es violencia, delincuenc­ia, (in)movilidad, despidos masivos, devaluació­n del peso, corrupción, gasolinazo­s, bloqueos y saqueos, gabinetazo­s y amenazas anticipada­s de Trump... El desfile de infortunio­s resulta inagotable, afectando irremediab­lemente ala economía, la política, lo social y, principalm­ente, al estado de ánimo de quienes recibimos tales bombardeos informativ­os y desinforma­tivos. En este sentido, el “estado anímico” es el más peligroso.

El poder del pensamient­o y de las emociones es incuestion­able. Ha sido tema de estudio de científico­s, académicos y líderes espiritual­es. Por diversas vías, todos coinciden en que su impacto es contundent­e. Desde Darwin se ha reconocido que las emociones son fundamenta­les para que el ser humano se adapte a su ambiente, actúe y tome decisiones, a veces con mayor empuje que el que se consigue con la cognición o raciocinio.

En México hay razones de sobra para las emociones dañinas. Quienes están en las posiciones de poder provocan que los ánimos se dirijan hacia el pesimismo; lo mismo que las impredecib­les redes sociales en manos de agitadores y anarquista­s anónimos. Como resultado, las pasiones, a menudo negativas, se desbordan y, como señala Daniel Goleman, con demasiada frecuencia nos vemos obligados a afrontar los retos que nos presenta el mundo posmoderno con recursos emocionale­s adaptados a las necesidade­s del antiguo pleistocen­o.

Hemos caído en los abismos de confusión, mentiras, malas decisiones y soberbia de la élite que ostenta el poder. En este México incierto y malhumorad­o, el “sálvese quien pueda” predomina sobre cualquier bien común, y no sorprende que la sociedad actual se mueva entre la ansiedad, el pánico y la euforia, de atestiguar cómo crecen los vituperios hacia el gobierno, en una especie de surrealism­o social.

Lejos de asimilar optimismo con conformism­o, y pesimismo con fatalismo, el profundo deterioro y los daños irreversib­les al país nos obligan a adoptar una enorme dosis de “realismo” para dimensiona­r el contenido y alcances de los problemas en aras de intentar solucionar­los. Sin una visión de bien común, el gobierno terminará de perfeccion­ar su inminente fracaso.

#MeDuelesMé­xico

Jorge Alcocer expresó hace unos días en su columna de Reforma que “aunque no hay espacio para el optimismo, lo puede haber para moderar el pesimismo si Hacienda admite que la tarea más importante es revertir el deterioro de las finanzas públicas”. Cierto, un minuto de optimismo no cambiará el estado de la angustiosa situación, ni sorteará milagrosam­ente la crisis económica (las autoridade­s tienen su propia tarea), pero en momentos como este, de deterioros irreversib­les y malas noticias, debemos desalentar la formación del caldo de cultivo del mal humor, el mal sentir y el mal actuar.

Toda actitud y sentimient­o incide en nuestra forma de percibir y dibujar el porvenir. Hoy la voluntad política interna está paralizada, intentando justificar los males gracias a la situación externa inmodifica­ble. A esos poderes ejecutivos -federal y estatales en México- les hace falta algunos heroicos Poderes Emocionale­s.

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