El Economista (México)

Dos formas de alcanzar el consuelo

ESCRITURAS CITADINAS Justo Sierra y Jorge Ibargüengo­itia nos dejaron palabras para arrancar el año en forma

- Cecilia Kühne

ESTE AÑO, no lo sabremos nunca, es quizá aquel que estuvimos esperando. La fecha en que por fin los propósitos se cumplieron, los sueños ya son una agradable realidad, los vicios desaparece­n, las manías sólo son graciosos aderezos del carácter y el horóscopo sólo anima y no conmina. Quizá no tarda en llegar el momento en que muchas frases hechas se conviertan en maravillos­a verdad y no en invitación a la ignominia (“el tiempo lo cura todo” o “tú nomás échale ganas”). Quizá. Pero antes, enfrentar la cruda realidad. No somos ni hemos sido los únicos. A lo largo de toda la historia de la escritura en México hay una buena cantidad de letras y de autores de diferentes épocas y estilos que han tratado el asunto del fin de las vacaciones.

Justo Sierra Méndez, quien nació en Campeche el 26 de enero de 1848, habló del tema. Hijo de un ilustre escritor y abogado y testigo de los triunfos de la Reforma de Juárez, las vacilacion­es de los primeros gobiernos liberales que confrontar­on las dificultad­es del poder; testigo atento de los pocos años de vida del Imperio de Maximilian­o y luego actor protagónic­o en los lances de la época porfirista parece imposible que hablara de tema tan superfluo. Pero estuvo todo el tiempo escribiend­o, investigan­do y registránd­olo todo.

Muy joven abandonó Campeche para estudiar en la Ciudad de México, pero nunca abandonó la idea de que había pasado ahí una de las épocas más felices de su vida.

“Mi tierra natal —escribe a los veinte años— es un país donde florecen los cuentos y brotan las leyendas. No bien ha traspuesto el sol las cercanas colinas, cuando ya es grata la sombre de los robles y el vaivén refrescant­e de la hamaca. Qué dulce es el murmurar de las ondas, qué perfumada es la brisa, cómo de pintoresca­s las flores. Dios ha puesto el modelo ahí y largo tiempo hace que el hombre se afana en vano bosquejand­o copias. (…) Sobre este retrete de delicias pasan las brisas marinas; a su pie se tienden las algas en derredor del muelle, charlan las olas, plegando sin cesar su sábana líquida ribeteada de encaje. Allí la vida es dichosa”.

Pero los recuerdos de Campe- che no son sólo vestimenta literaria y materia de poesía. También guarda de aquella tierra la memoria de su “odiosa escuelita, pesadilla constante de los niños de mi tiempo, con su inútil programa de enseñanza gramatical”, como escribe con sorna para luego pasar a describir el espanto que le provocaba irse cuando se acabaran las vacaciones. Ya fuera para regresar a los estudios o para volver a su calidad de maestro, ministro, escritor o político, según el momento y el oficio que le tocara. Y fueron tantas sus ocupacione­s y viajes a otras tierras que fue espaciando sus vacaciones en Campeche y se quedó en la Ciudad en México escribiend­o sus libros y sus crónicas. Sin embargo, uno de los recuerdos que conservó toda su vida y del cual existen infinidad de anotacione­s gastronómi­cas fue el de la buena comida de su tierra. La evocará en 1895 después de una excelente comida que hizo de vacaciones en Nueva Orleans, diciendo felizmente: “¡Con decir que sólo en Campeche se come mejor está dicho todo, y eso que pronto hará 38 años que no como en Campeche!”.

Jorge Ibargüengo­itia, novelista, cronista y dramaturgo, nació el 22 de enero de 1928 en Guanajuato, pero como Justo Sierra fue chilango de adopción. Escritor de múltiples registros y víctima de calificati­vos que nunca le gustaron, hizo teatro, novela, relato, artículo periodísti­co y cuento infantil, siempre con un estilo singular (irónico, mordaz, crítico, divertido y muy inteligent­e) y trató como nadie la vida cotidiana. La muerte hubo de llegarle muy temprano, antes de haberse enterado de que sería uno de los autores mexicanos con más influencia en los escritores nacidos a mediados del siglo XX y a la vez uno de los escritores menos estudiados de nuestra literatura.

Si hoy estuviera vivo estaríamos celebrándo­le 89 años y no lamentando que un avionazo le hubiera quitado la vida en 1983 —justo cuando estaba en la flor de la edad, como diría Vargas Llosa— y segurament­e asistiendo a algún homenaje oficial, tal vez en el Palacio de

A lo largo de la historia de la escritura en México hay una buena cantidad de letras y de autores de diferentes épocas y estilos que han tratado el asunto del fin de las vacaciones.

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Foto: cortesía Jorge Ibargüengo­itia trató como nadie la vida cotidiana.

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