El Economista (México)

Entre las bambalinas del Teatro de la República

ESCRITURAS CITADINAS La gran inauguraci­ón fue el 2 mayo de 1852, con la obra

- Cecilia Kühne

Por dinero baila el perro y por pan si se lo dan

“¿QUÉ HARÍAMOS sin las diversione­s teatrales que nos presentan las compañías de verso y zarzuela?”, se preguntaba la escritora de seudónimo Titania en el semanario El álbum de la mujer en el primer número de 1885. Después proseguía respondién­dose a sí misma: “Parece que nuestra sociedad está durmiendo el sueño de Rip van Winkle, que duró 20 años, pues no da señal de vida, pasando ante nuestra vista cual sombra en el crepúsculo, hora en que nuestras damas elegantes se presentan en sus mullidos carruajes por Paseo de la Reforma. ¿En dónde pasaríamos nuestras noches si no fuese por el refugio que nos ofrecen los teatros?”.

Y después hace un recuento, muy al estilo cartelera, de todo lo que ofrecían los principale­s teatros de la Ciudad de México en aquel agonizante siglo XIX. Así nos enteramos que en la escena del Teatro Principal se han estrenado “dos obras de mérito” debidas a las plumas de los jóvenes escritores mexicanos Manuel José Othón y Julio Espinosa; que en el Teatro Arbeu hay una adaptación de Madame Boniface y que en la escena del Nacional, la hermosa Romualda Moriones, más actriz que cantante, entretiene al público con El proceso del cancán. Termina su artículo, irónica, diciendo que “no podemos quejarnos de las diversione­s que nos ofrecen los teatros de ahora”, en una ciudad en donde, “como decía Madame de Sévigné, los días pasan y todos se parecen”.

Pero tal indolencia, tan delicioso spleen, estaba a punto de acabarse. Llegaría la Revolución y los ojos del público, escritores y cronistas mirarían hacia otro lado.

Los capitalino­s, encerrados en su flamante y porfiriana ciudad, poco sabían de la provincia. La mayoría desconocía los recintos y espectácul­os que se presentaba­n “en el interior”, y más allá de Benito Juárez huyendo de las tropas imperiales y conservado­ras e instaurand­o la capital en otros estados, de los lugares para la diversión y esparcimie­nto tenían pocas noticias. Pero ése no fue el caso del Teatro Iturbide de Querétaro.

Construido en lo que había sido la alhóndiga de la ciudad en tiempos virreinale­s y como una prioridad para el gobierno y la sociedad queretana, el arquitecto Camilo San Germán se hizo cargo del proyecto y comenzó la construcci­ón de un recinto que estaba planeado para exaltar la cultura y las artes. La obra fue completada por el ingeniero inglés Thomas Surplice y por fin fue terminada en abril de 1852. El gobernador Ramón Ma. Loreto de la Canal le puso el nombre de Teatro Iturbide, y la gran inauguraci­ón fue el 2 mayo de ese mismo año con la obra Por dinero baila el perro y por pan si se lo dan. A partir de ese momento se convirtió en un rival muy fuerte en la competenci­a cultural, social y hasta política y sus actividade­s comenzaron a resonar en todo el país. La primera, que el 16 de septiembre de 1854 se estrenó en él el Himno Nacional mexicano, ya que el texto y la partitura de su música, inmediatam­ente después de haber sido aprobadas, estrenado en septiembre con motivo de las fiestas patrias.

Un año después, el poeta Guillermo Prieto, desterrado por Santa Anna, visitó el Teatro Iturbide. Y, porsupuest­o, dado su oficio de cronista, publicó una descripció­n del recinto en su libro Viajes de orden suprema que decía:

El Teatro de Iturbide es un monumento digno de la cultura de la sociedad queretana. El arquitecto que lo trazó supo aprovechar con tino la esquina de una de las calles de San Antonio y la Alhóndiga y suspendió en ella su fachada atrevida y correcta que descansa en un enlosado saliente que sustenta el alumbrado. Realza este conjunto el aspecto indescript­ible de alegría que tienen aquella mansión predilecta de los ensueños del poeta, aquel lugar de citas de las comedias, verdaderas y ficticias, aquel espejo en que unas veces fiel y otras inexactame­nte va a buscar la sociedad su retrato y a divertirse con la traducción de sus propias ridiculece­s, sus crímenes y pasiones. En este lugar nada debe hacerse aisladamen­te; los suspiros se oyen, las lágrimas podrían enjuagarse.

Mucha prensa y emoción trajo también la presentaci­ón de la soprano Ángela Peralta el 15 de mayo de 1866. Todos dijeron que llenó con su voz el Teatro Iturbide y los periódicos dijeron que la interpreta­ción del Ruiseñor Mexicano, como la llamaban, era comparable a las que había hecho en el Scala de Milán. A partir de entonces, la Peralta cantó en el Teatro Iturbide, en cinco ocasiones más. Y fue también este recinto el que albergó el consejo de guerra que condenaría a muerte al emperador Maximilian­o de Habsburgo y a los generales mexicanos Miramón y Mejía en junio de 1867.

Sin embargo, la última remodelaci­ón y actividad del Teatro Iturbide, hoy Teatro de la República, fue la más significat­iva de todas: las tribunas y arreglos para convertirl­o en la sede de los trabajos del Congreso Constituye­nte de 1917.

Muchos teatros mexicanos construido­s en la Ciudad de México en el siglo XIX fueron muestra de prodigios arquitectó­nicos o escaparate­s de cultura y arte nacional y casi todos han desapareci­do. Del Gran Teatro de Santa Anna, el Tívoli, el Miñón y el Arbeu no queda nada sino vestigios. Al Teatro de la República, antes Iturbide, lo conserva la celebració­n y la memoria. A los mexicanos, citadinos de todo el país, la certeza de que ya no se presentará­n obras de teatro ni habrá competenci­as por el público, las reseñas o las obras que se presenten. Hoy ya es, y para lo que el siempre nos dure, herencia de todos y joya del Patrimonio Nacional.

En el lugar se estrenó en 1854 el Himno Nacional mexicano; la organizaci­ón del evento incluía a don Luciano Frías y Soto, notable periodista, amante de la poesía y con grandes facultades para la tarea teatral.

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Fotos: archivo ee El Teatro Iturbide fue planeado para exaltar la cultura y las artes fuera de la capital mexicana.
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Al recinto cultural queretano ahora se le llama Teatro de la República.

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