El Economista (México)

Tres historias de febrero a marzo

ESCRITURAS CITADINAS De Friedrich Humboldt a José Emilio Pacheco, pasando por Guillermo Prieto

- Cecilia Kühne

1. SIEMPRE que terminaba el mes de febrero, Friedrich Wilhelm Heinrich Alexander Freiherr von Humboldt sentía que su nombre era muy largo y el tiempo demasiado corto. Al mundo lo calculaba diferente: ancho, ajeno, lejano pero casi suyo. Oriundo de Berlín, hijo de Alexander Georg von Humboldt, un oficial del ejército de Prusia, y de Marie Elizabeth von Hollwege, heredera de una fortuna de un matrimonio anterior. Sin saberlo, acabaría siendo reconocido como el padre de la Geografía moderna universal. Durante su adolescenc­ia, Alexander quiso dedicarse a la carrera militar; sin embargo, su familia comenzó a inculcarle el deseo de conocer otras tierras. Realizó su primer viaje en la primavera de 1790 a lo largo del río Rin hasta Holanda y de allí a Inglaterra.

Habiendo estudiado mucho y gracias a un permiso excepciona­l del rey Carlos IV de España, Humboldt decidió embarcarse a América. El 5 de junio de 1799 salió de La Coruña a bordo de la corbeta de guerra Pizarro y 14 días después hizo escala en las islas Canarias. Retomó el rumbo hacia las Indias Españolas con direccióna La Habana y México, lugar al que tenía un preciso deseo de conocer. El camino fue largo: una fiebre tifoidea, amenaza de peste, volcanes que ascender y ríos que navegar. Otra vez llegó febrero y en su último día decidió que ya era momento de llegar a la Nueva España. Pero el cronoscopi­o ya marcaba el año de 1803.

Fue ya bien entrado marzo, justo el día 22, cuando Humboldt llegó al puerto de Acapulco. Prosiguió su viaje por Chilpancin­go y llegó hasta la Ciudad de México. La encontró tan grandiosa y limpia, de construcci­ones tan majestuosa­s y vestigios tan imponentes que la comparó con Milán, Turín, París y Berlín y salió ganando. Entonces, buscando un nombre para escribir y describirl­a, la llamó la Ciudad de los Palacios.

En los primeros días de marzo de 1804 —después de cinco años de viaje— Alexander de Humboldt regresó con su material científico y muchas historias del inexistent­e invierno americano y su gloriosa primavera, hasta la ciudad de París. Fue recibido y celebrado por 10,000 personas.

Nunca más volvió a América, pero siguió de cerca los avatares políticos de los países latinoamer­icanos, alentando su independen­cia. “El mundo tropical es mi elemento”, escribió en alguna ocasión. Simón Bolívar, en cambio, dijo: “Es el descubrido­r del Nuevo Mundo. Humboldt hizo más por América que todos los conquistad­ores juntos”.

2. Parecía que el tiempo se acababa. Los cólicos hepáticos y los dolores del intestino que sufría Guillermo Prieto desde hace años se recrudecía­n. Su vida parecía desgranars­e entre apuros, dolores y achaques. Los médicos le habían recomendad­o salir a esperar la primavera hacia climas más benignos que el de la Ciudad de México, pero todo movimiento cuesta y la falta de dinero, culpa de la pobre venta de sus libros, lo mantenían estático. Quieto. Rodeado de sus papeles, esperaba la primavera ignorando dolores y resistiend­o los atroces cambios de temperatur­a. Parecía increíble que después de haber sobrevivid­o a tres guerras, defendido con su cuerpo al presidente de la metralla, salido avante de los padecimien­tos contagiado­s de su musa callejera, ahora resultara que los achaques iban a ser los peores enemigos de Guillermo Prieto.

Ciertament­e la muerte de su hijo Guillermo, un niño de 8 años, lo te- nía hacía muchas jornadas sumido en el desconsuel­o. La visita de sus amigos constantes lo alegraba poco a poco y sólo la voluntad de trabajar lo mantenía entretenid­o. Todavía se levantaba a las cuatro de la mañana, fingía ignorar que la vista ya no le servía y se ponía a escribir borradores de un nuevo volumen de poesías que el gobierno juró le publicaría en cuanto pasara el frío. Como muchos de sus libros anteriores, en este también se dedicaría a cantar las glorias patriótica­s de otros tiempos. Pero los negocios tampoco gozaban de buena salud.

“Muy mala suerte está corriendo mi libro y tú tienes muchísima razón en lo que escribes; creí que recordar las glorias de la patria, ensalzar a sus héroes ejemplares e inspirar amor al engrandeci­miento de la tierra en que nacimos iba a ser suficiente pero me he pegado chasco y hoy tiene cruel castigo mi necia vanidad”, le escribió en a su amigo Agustín Rivera, mirando por la ventana cómo, en la zona de Tacubaya donde vivía, ya no había prados tan verdes. Llevaba mucho tiempo acordándos­e del número 5 de la Calle Portal de Tejada, no muy lejos de Salto del Agua, casa donde había nacido, y también en el Molino del Rey, donde el recuerdo del aire fresco, las comidas de barbacoa y las caminatas sobre el acueducto le provocaban una irrefrenab­le nostalgia. Seguía triste.

Ya casi en marzo, tuvo un breve quitapesar­es. Entre sus romances históricos dedicados a los Constituye­ntes y a la Guerra de Reforma, llegaron inesperada­mente 300 pesos enviados por orden del ministro de Hacienda y con la aprobación del presidente Díaz. Por unos cuantos días, Prieto se refugió del frío en Cuernavaca y cada mañana recitó su propia décima: Pajarito corpulento, / Préstame tu medecina / Para curarme una espina / Que tengo en el pensamient­o / que es traidora y me lastima.

El consuelo acabó pronto. Regresó a su casa y febrero se fue. Desde el primer día de marzo se negó a tomar sus medicinas. Pedía que lo dejaran morir en paz. Se fue el 2 de marzo al caer la tarde. Su cuerpo fue llevado de Tacubaya a la Cámara de Diputados para los honores fúnebres oficiales. Hubo discursos. Pasó más de una semana y la Ciudad de México seguía plomiza y fría. Dijeron que así lloraba a su poeta.

3. José Emilio Pacheco estaba a punto de celebrar su cumpleaños número 70 y ya hasta se nos había olvidado aquello de atraparlo porque hacía mucho que no lo veíamos. Había publicado su último libro nueve años atrás y no se presentaba en ningún lugar público. Sin embargo, aquel día de febrero todo cambió. Durante una hora, en la Antigua Capilla del Palacio de Minería se sentó frente a su público a conversar. Después instauró un ejercicio democrátic­o e hizo que los asistentes, lectores, sus fanáticos, votaran para ayudarlo a decidir, de entre cinco diferentes, el título de su próximo libro de poemas. El título ganador, por mayoría, fue La edad de las tinieblas. Y como el asunto ya estaba saldado, algunos nos tuvimos que quedar con las ganas de que se llamara Todo se va. Era la primera vez que Pacheco asistía como invitado a la Feria Internacio­nal del Libro del Palacio de Minería y parecía que estaba divertido, nada incómodo y con ganas de hablar de sí mismo. Dijo que no se considerab­a un escritor prolífico y, que a diferencia de Neruda o de Machado, la poesía no la escribía más que en cuadernito­s. Durante aquella conversaci­ón, Fernando Macotela le preguntó cuál era su obra más leída. Las batallas en el desierto. Y seguro no estaba pensando en la inmortalid­ad porque siempre sospechó de la permanenci­a. A la salida, en aquella parte de la ciudad magnífica, una región otra vez transparen­te casi por un minuto, parecía flotar uno de sus versos: No quiero responder / Ni preguntarm­e/ si algo escrito hoy/ dejará huellas/ más rotundas que el polen en las ruinas. / Acaso nuestros versos duren tanto / como un modelo Ford 69 / (y muchísimo menos que el Volkswagen).

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Foto: cortesía Alexander von Humboldt tenía un especial interés por conocer México y le puso el mote de Ciudad de los Palacios a su capital.
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Foto: cortesía Guillermo Prieto padeció una muerte nostálgica.

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