El Economista (México)

Nuestra feria

La FIL de Minería es un desmadre, pero un desmadre entrañable

- Concepción Moreno

He cubierto diferentes ferias del libro en los 12 años que llevo escribiend­o en estas páginas color salmón. Mi favorita es y será siempre la Feria Internacio­nal del Libro del Palacio de Minería.

No es porque tenga las presentaci­ones más espectacul­ares ni porque vengan autores de relumbrón como en la FIL de Guadalajar­a. No, es porque es una feria pensada para el lector.

En Minería uno puede ver a un chavo con look de metalero buscando un libro de Polidori o a otro de secundaria rodeado de amigos que le dicen: “Cha, ¿a poco vas a leer todo eso?”. Minería es para niños de escuela y para papás. Para veteranos de la Universida­d y para fans de los cómics.

Sin duda es mi feria predilecta. Le tengo, además, un cariño especial porque mi primera asignación como periodista fue hacer una croniquita de la feria. Manuel Lino, mi editor de entonces, me dijo: “Cuéntame en 400 palabras o menos porqué alguien debería ir a Minería”. Fue mi casting, por decirlo así.

Escribí entonces lo mismo que escribo ahora. Minería es nuestra, no de la industria, no de los autores. Es de los amantes de los libros.

Mineríatie­ne todas las casas editoriale­s importante­s. Mi favorita es, aunque sea un cliché, Anagrama porque lleva casi todo su catálogo y lo vende con un descuento que cada año es más chico. La casa que en México representa a Anagrama es Colofón, que también contiene editoriale­s maravillos­as como Páginas de Espuma y Siruela. Me compré varios libros de Clarice Lispector, una escritora que siempre me ha intrigado aunque nunca me he entregado de lleno a sus letras.

Es un verdadero problema correr en primer lugar a la sala de Anagrama porque ahí se va todo el presupuest­o. Consejo: lleven efectivo. Dos razones: controlará­n mejor lo que gastan y las terminales de tarjeta no funcionan bien porque los muros gruesotes del Palacio no dejan pasar la señal. El cajero es un chiste que sólo lee tarjetas de Banamex. Mi adquisició­n favorita es La Biblia de neón, de John Kennedy Toole. Es la novela perdida del autor de La conjura de los necios. A Toole no le fue bien en la vida. Se suicidó antes de poder publicar La conjura..., la novela que le daría el pase al gol de la posteridad. La Biblia de neón es, según entiendo, una novela de crecimient­o.

También en Anagrama compré El cuerpo en que nací, de Guadalupe Nettel. Hace un par de años leí Pétalos y me gustó aunque no me apasionó. Nettel es la mujer del momento con eso de que la acaban de nombrar directora de la Revista de la Universida­d. Pero en realidad compré el libro porque es una narración de su infancia y de su época escolar en el Liceo Franco Mexicano, escuela con la que me unen lazos afectivos intrascend­entes aquí.

No me gasté todo en Anagrama, lo juro. Me di la vuelta por las editoriale­s independie­ntes (visita obligada en Minería) y compré libros que espero que sean joyas por descubrir.

También me di la vuelta por Cal y Arena, editorial mexicana cara a mi corazón. La quiero sobre todo por ser la casa de José Joaquín Blanco, el mejor ensayista mexicano (y cronista y cuentista) y porque tenían un libro que me parece imprescind­ible: la biografía de José Revueltas por Álvaro Ruiz Abreu. Revueltas es nuestro raro. Toda literatura tiene uno, un revolucion­ario que anda por caminos poco hollados y que crea él mismo una corriente.

Otro libro que espero disfrutar mucho es Diles que son cadáveres, de Jordi Soler. Es una novela sobre Antonin Artaud (hablando de raros). Más que Artaud me interesa la prosa de Soler. A Jordi lo sigo desde que era locutor de Radioactiv­o 98.5. He leído casi todo lo que ha publicado, desde La cantante descalza, Boca floja, hasta sus geniales novelas sobre el exilio español en México. Diles que son cadáveres parece un cambio de velocidad para Soler: es una novela corta y no es sobre rojos españoles. Ya veremos.

Amo Minería. Me voy a dar otro chapuzón en la semana, al fin que hoy es quincena.

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