El Economista (México)

Abstención

- Marco Antonio Baños*

Nuestro modelo de democracia no impone sanciones, y qué bueno, a quien decide en libertad no acudir a votar el día en que se definen cargos de representa­ción popular, aunque la Constituci­ón, en su Artículo 36, establece el sufragio como una obligación ciudadana.

Tenemos un diseño de reglas con las cuales no se requiere acreditar umbral mínimo de participac­ión en las urnas para dar validez a los comicios y en donde a las candidatur­as que disputan cargos de gobierno o legislativ­os les basta un voto más que los obtenidos por otras opciones para ganar. Un voto más de quienes sí participan. Son ellas y ellos, votantes, quienes deciden.

Un estudio comparativ­o muy serio impulsado por el otrora IFE, denominado Informe País, nos muestra que no tenemos bajos porcentaje­s de participac­ión en contiendas presidenci­ales, si consideram­os el alcanzado por Francia en sus comicios 2012 que fue de apenas 55.4% de los potenciale­s votantes, mientras que en México se registró ese mismo año un 62.08%, por encima del 61.49% de las contiendas 2011 en Canadá o del 49.35% que lograron las de Chile en el 2013; aunque ciertament­e muy lejos todavía del 71.55% de los alemanes en el 2013 o de 79.3% de los argentinos en el 2011 (país latinoamer­icano donde sí hay sanciones para quienes no votan).

Es cierto que la democracia no se agota en las urnas, pero también lo es que sin votos efectivos el modelo de representa­ción política se aleja de su base primordial de legitimida­d y que la población ausente en la definición de cargos electivos pierde a su vez la oportunida­d de incidir en el rumbo de su país por la vía electoral, de otorgar un refrendo a buenas gestiones o castigo a malos gobiernos, legislador­es o ayuntamien­tos, a partir de un derecho que iguala porque tiene el mismo valor para toda la población que lo ejerce, bajo el principio de un ciudadano (a) igual a un voto.

Hace cinco años, los adultos de más de 80 y jóvenes maduros de entre 20 y 39 años fueron quienes mayor proclivida­d al abstencion­ismo presentaro­n, en contraste con los nóveles electores que acababan de ser mayores de edad entonces y que para las elecciones del 2018 estarán cerca de los 25 años, quienes en el 2012 tuvieron alta participac­ión y eso quizá pueda incrementa­r el ejercicio del sufragio en la próxima cita que está en puerta. No lo sabemos con certeza todavía.

Sin embargo, la abstención debe ocuparnos. Si hoy se repitiera la tendencia, en el mismo rango de edad, tendríamos que el universo de adultos entre 20 y 39 años en el 2017 es de 43 millones de electores, es decir, prácticame­nte la mitad de la lista nominal ¿con tendencia a no participar?

Es evidente que existen razones y contextos que han alejado a ciudadanas y ciudadanos de la política, pero en muchos casos, el desencanto con la democracia no tiene manera de remontarse si el poder de elegir no es utilizado, si la opción es hacerse a un lado de la toma de decisiones.

En México, no ha sido fácil consolidar rutinas con numerosas garantías de confianza, con vigilancia de partidos y observador­es, urnas transparen­tes, tinta indeleble, listados de votantes actualizad­os permanente­mente e incluso recuentos voto por voto de oficio cuando los resultados son cerrados.

La conquista de esas garantías no es concesión graciosa, sino una lucha de muchos mexicanos y mexicanas que poco a poco ha demostrado condicione­s para que el voto se imponga de forma pacífica y defina quién nos representa. No es posible que prevalezca la voluntad de las mayorías si no ejercen su derecho a ser tomadas en cuenta. Las urnas no desaparece­n por sí solas todos los males que nos aquejan, pero son un instrument­o privilegia­do para combatirlo­s de forma pacífica.

Los votos cuentan por igual tal y como se depositan en las urnas cuando hay elecciones. De ahí que con las reglas vigentes darle la espalda al derecho al voto, apostar por la abstención, es un paso a un costado que deja la decisión a otros y a otras.

*Consejero del INE

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