Las pequeñas tiranías
Los sucesos del 11 de septiembre de 2001 fueron parteaguas de la historia moderna estadounidense. Influyeron en la política exterior del país y su intervención permanente en medio oriente. Pero más aún a su propio pueblo, con una serie de medidas en nombre de la seguridad nacional que a poco han invadido aspectos de la vida privada que alguna vez eran baluartes de la libertad.
En uno de sus discursos posteriores a la tragedia, George W. Bush hizo referencia a los terroristas como grupos que “odian nuestro estilo de vida y nuestra libertad”. Después, su gobierno implementó, vía el acta patriota y otras medidas, un modelo de prevención al terror que paradójicamente trastocó su estilo de vida y libertad.
Como los atentados se realizaron con aeronaves comerciales, se reforzaron las medidas de seguridad en todos los vuelos. Un policía encubierto y puertas impenetrables hacia la cabina.
Luego llegó la no-fly-list que permitía a la TSA y a las aerolíneas, “boletinar” a pasajeros impertinentes o “riesgosos” en una lista negra que bajo el escudo de prevenir el terrorismo se convirtió en la mejor amenaza para intimidar pasajeros.
Un pasajero no es notificado cuando su nombre se incluye en la lista, ni por qué lo pusieron ahí. Los criterios son vagos e inapelables, y recuerdan tanto la trama de uno de sus libros, que Kafka podía haberlos demandado.
Las aerolíneas son de alguna manera custodios legales de la seguridad de sus aviones. Y con un gran poder viene una gran responsabilidad. ¿Qué pasa cuando un pasajero se pone impertinente, no obedece las indicaciones o se niega a aceptar alguna instrucción?
Hace un par de días lo descubrió un médico de 69 años que viajaba de Chicago a Louisville en United Airlines, a quienes se ha denunciado una práctica riesgosa de sobrevender vuelos buscando aprovechar cada asiento, inclusive los de pasajeros ausentes.
El vuelo 3411 fue uno de esos casos. La aerolínea lo sobrevendió, por lo que se ofreció a los pasajeros dinero y una noche de hotel si aceptaban quedarse en Chicago. La primera oferta fue de 400 dólares, nadie aceptó. La segunda fue de 800. Una pareja aceptó, pero la aerolínea necesitaba un lugar más.
Lo sortearon y al médico “le tocó”. Pero no quiso. Había pagado por el asiento y no quería quedarse una noche más en Chicago.
El personal le dijo que no era opcional. Se negó. Llamaron a la policía y lo bajaron. En el proceso lo golpearon con un asiento y lo arrastraron por el pasillo del avión con sangre escurriendo por el rostro. Los videos del incidente incendiaron las redes sociales de inmediato y las declaraciones posteriores del director de la aerolínea, Oscar Munoz, no hicieron nada para mitigar la indignación.
“Este es un evento perturbador para todos en United. Me disculpo por tener que reacomodar a estos pasajeros. Nuestro equipo se mueve con urgencia para trabajar con las autoridades y realizar nuestra propia evaluación de lo que sucedió. También estamos buscando al pasajero para resolver la situación”.
La palabra clave es “reacomodar”. El director se disculpa por reacomodarlos, no por bajar, arrastrar y golpear a un cliente.
La explicación previa de United era peor: “El vuelo 3411 de Chicago a Louisville fue sobrevendido. Después de que nuestro equipo buscó voluntarios, un cliente se negó a dejar el avión voluntariamente y se tuvo que llamar a la policía. Lamentamos haber sobrevendido el vuelo”.
Los sucesos del 11 de septiembre cambiaron la industria aérea para siempre. Afectaron el negocio de tal manera que muchas aerolíneas sólo sobrevivieron abrazando políticas de bajo costo o fusionándose en monstruos corporativos donde sólo los números cuentan y las reglas las ponen ellos en nombre de la seguridad del vuelo y por lo tanto del país.