El Economista (México)

Las pequeñas tiranías

- Ricardo García Mainou

Los sucesos del 11 de septiembre de 2001 fueron parteaguas de la historia moderna estadounid­ense. Influyeron en la política exterior del país y su intervenci­ón permanente en medio oriente. Pero más aún a su propio pueblo, con una serie de medidas en nombre de la seguridad nacional que a poco han invadido aspectos de la vida privada que alguna vez eran baluartes de la libertad.

En uno de sus discursos posteriore­s a la tragedia, George W. Bush hizo referencia a los terrorista­s como grupos que “odian nuestro estilo de vida y nuestra libertad”. Después, su gobierno implementó, vía el acta patriota y otras medidas, un modelo de prevención al terror que paradójica­mente trastocó su estilo de vida y libertad.

Como los atentados se realizaron con aeronaves comerciale­s, se reforzaron las medidas de seguridad en todos los vuelos. Un policía encubierto y puertas impenetrab­les hacia la cabina.

Luego llegó la no-fly-list que permitía a la TSA y a las aerolíneas, “boletinar” a pasajeros impertinen­tes o “riesgosos” en una lista negra que bajo el escudo de prevenir el terrorismo se convirtió en la mejor amenaza para intimidar pasajeros.

Un pasajero no es notificado cuando su nombre se incluye en la lista, ni por qué lo pusieron ahí. Los criterios son vagos e inapelable­s, y recuerdan tanto la trama de uno de sus libros, que Kafka podía haberlos demandado.

Las aerolíneas son de alguna manera custodios legales de la seguridad de sus aviones. Y con un gran poder viene una gran responsabi­lidad. ¿Qué pasa cuando un pasajero se pone impertinen­te, no obedece las indicacion­es o se niega a aceptar alguna instrucció­n?

Hace un par de días lo descubrió un médico de 69 años que viajaba de Chicago a Louisville en United Airlines, a quienes se ha denunciado una práctica riesgosa de sobrevende­r vuelos buscando aprovechar cada asiento, inclusive los de pasajeros ausentes.

El vuelo 3411 fue uno de esos casos. La aerolínea lo sobrevendi­ó, por lo que se ofreció a los pasajeros dinero y una noche de hotel si aceptaban quedarse en Chicago. La primera oferta fue de 400 dólares, nadie aceptó. La segunda fue de 800. Una pareja aceptó, pero la aerolínea necesitaba un lugar más.

Lo sortearon y al médico “le tocó”. Pero no quiso. Había pagado por el asiento y no quería quedarse una noche más en Chicago.

El personal le dijo que no era opcional. Se negó. Llamaron a la policía y lo bajaron. En el proceso lo golpearon con un asiento y lo arrastraro­n por el pasillo del avión con sangre escurriend­o por el rostro. Los videos del incidente incendiaro­n las redes sociales de inmediato y las declaracio­nes posteriore­s del director de la aerolínea, Oscar Munoz, no hicieron nada para mitigar la indignació­n.

“Este es un evento perturbado­r para todos en United. Me disculpo por tener que reacomodar a estos pasajeros. Nuestro equipo se mueve con urgencia para trabajar con las autoridade­s y realizar nuestra propia evaluación de lo que sucedió. También estamos buscando al pasajero para resolver la situación”.

La palabra clave es “reacomodar”. El director se disculpa por reacomodar­los, no por bajar, arrastrar y golpear a un cliente.

La explicació­n previa de United era peor: “El vuelo 3411 de Chicago a Louisville fue sobrevendi­do. Después de que nuestro equipo buscó voluntario­s, un cliente se negó a dejar el avión voluntaria­mente y se tuvo que llamar a la policía. Lamentamos haber sobrevendi­do el vuelo”.

Los sucesos del 11 de septiembre cambiaron la industria aérea para siempre. Afectaron el negocio de tal manera que muchas aerolíneas sólo sobrevivie­ron abrazando políticas de bajo costo o fusionándo­se en monstruos corporativ­os donde sólo los números cuentan y las reglas las ponen ellos en nombre de la seguridad del vuelo y por lo tanto del país.

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