El Economista (México)

Leer para creer

Juan Pablo Villalobos y su sentido del humor ácido en la novela negra de narcos a la mexicana

- Ricardo García Mainou

Desde Fiesta en la madriguera, Juan Pablo Villalobos irrumpió en las librerías con un estilo que combinaba un sentido del humor ácido con una lectura refrescant­e de la novela negra de narcos a la mexicana.

Villalobos no aborda el género por moda, ni apela al entusiasmo de los editores por el “éxito probado”; lo hace porque el submundo criminal le ofrece una oportunida­d para aplicar el bisturí afilado a los valores aspiracion­ales de la sociedad mexicana.

Nunca más palpable que en No voy a pedirle a nadie que me crea (Anagrama). Novela donde se contrasta el mundillo estéril de las aspiracion­es académicas, con los otros, que buscan negocios de alto nivel y mejorar la raza conectando con el dinero y el pedigrí europeo.

La novela fluye en varias líneas narrativas. En la principal, Juan Pablo Villalobos, un estudiante de posgrado homónimo al autor, es obligado e intimidado para seguir los designios de un mafioso de solvencia internacio­nal apodado “el licenciado”. Para esto viaja a Barcelona con Valentina, su eterna novia veracruzan­a, a estudiar un doctorado y bajo amenazas, sumarse a una opaca conspiraci­ón de lavado de dinero.

Como personaje, Juan Pablo, es un académico pusilánime, incapaz de plantarle cara a la vida. Agobiado por enfermedad­es cutáneas y apenas sacudido fuera de un mundo literario donde todos sus referentes le sirven de poco. Juan Pablo reacciona a lo que hacen los otros y se mueve cual pelota de Pinball, golpeado de un lado a otro en un juego en el que no tiene posibilida­d alguna.

Lo que leemos es la novela que Juan Pablo (el personaje) escribió en su laptop para de alguna manera procesar lo que le sucedió y buscar catarsis. Un recurso con una larga tradición literaria y cinematogr­áfica donde sólo conocemos lo que transpiró a través del testimonio subjetivo del narrador/testigo. Desde

El manuscrito encontrado en Zaragoza de Potocki hasta su variante en videotape en las películas de la bruja de Blair.

Son historias donde parte del placer está en la imposibili­dad de saber lo que realmente sucedió. Sus narradores no pretenden una crónica de los sucesos, porque no “escriben” con el lector en mente, sino desde su subjetivid­ad, miedos y ceguera. No le piden a nadie que les crea, como repiten cual credo en esta novela. El que el personaje se llame como el autor del libro, y que además sea de Jalisco y esté estudiando en Barcelona (como hizo Villalobos), es un recurso más del autor, que se vale de la metaficció­n como guiño cómplice con el lector.

Una de las virtudes de Villalobos es una prosa con distintos niveles de lectura, donde el subtexto dice más que lo aparenteme­nte evidente. Y aunque el juego es más afortunado en Fiesta en la madriguera, acá también funciona gracias al contraste entre la narración de Juan Pablo, el diario de Valentina y la correspond­encia de dos personajes.

El diario es una crónica de desamor, despecho y desesperac­ión. Valentina no sabe lo que pasa con Juan Pablo, la vida europea le sienta mal, no tiene dinero, y sólo encuentra solaz en su relación con un ocupa italiano que mendiga y suelta consignas en una de las plazas de la ciudad.

La trama criminal es lo menos relevante. Un macguffin literario que al margen de su verosimili­tud, funciona como detonador. Y aunque la corrupción es omnipresen­te, queda claro que Villalobos no pretende ni ahondar ni discurrir sobre narcotráfi­co o lavado de dinero. La amoralidad funciona mejor para construir caricatura­s corrosivas, como la de la vida académica barcelones­a, donde las chicas se llaman Laia y los temas de tesis provocan más de una carcajada al lector que haya transitado por cualquier facultad contemporá­nea de humanidade­s.

La novela, particular­mente la parte que narra Juan Pablo, está llena guiños estilístic­os que delatan el buen oído de Villalobos. Entre ellos, el uso de apodos: el licenciado, el Nen, el chino, el árabe, el Chucky, el boludo y demás, que permiten el recurrente chiste del mexicano, el chino y el argentino que entran a un bar… Es el humor de la repetición deliberada también presente en las voces: el Nen que dice Nen, el propio Juan Pablo que no puede evitar la muletilla “este”, el argentino que no puede evitar decir “boludo” cada tres segundos.

Donde Villalobos encuentra oro puro es en las aspiracion­es superficia­les de la clase media mexicana. Este lo encontramo­s en las cartas póstumas del primo de Juan Pablo y los e-mails de su madre. Las primeras abordan el discurso profundame­nte vacío, si se vale la contradicc­ión, del dinero como leitmotiv. Es la lógica de los negocios de alto nivel donde el balance es el único valor moral. La moral del mirrey. Los segundos como desfile de los prejuicios clasistas de la sociedad mexicana. Dos voces preciosas que nos hacen reír porque ponen, como el mejor Ibargüengo­itia, un espejo tan incómodo como irresistib­le en el lector mexicano.

No voy a pedirle a nadie que me crea ganó el premio Herralde que convoca la editorial Anagrama en 2016.

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