El Economista (México)

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Todavía oigo sus gritos, veo su sangre. Sé que me está esperando del otro lado”. Dicen que tales fueron las últimas palabras de Ramón Mercader, quien mató a León Trotsky en Coyoacán, 1940.

Mercader mató al héroe ruso de un sólo golpe en la cabeza con un piolet, un hacha para hielo. Durante 20 años Mercader estuvo encarcelad­o y murió de cáncer en Cuba a finales de los 70. De los dos protagonis­tas de esa escena de muerte sabemos su destino, pero ¿dónde quedó el arma asesina?

Lo publica The Guardian esta semana: tras décadas de misterio, el hacha ha resurgido. Durante 40 años estuvo en posesión de la hija del ministerio público que llevó el caso de Mercader. La tenía guardada debajo de su cama. El hacha, todavía con manchas de sangre seca, se exhibirá pronto en el Spy Museum de Washington DC.

¿No debería estar en el Museo Casa de Trotsky? Esteban Volkov, el nieto de Trotsky, se ofreció para hacer pruebas de ADN para autenticar la reliquia, con la condición de que la pieza fuera donada al museo de Trotsky. La dueña rechazó el trato y prefirió venderla a un coleccioni­sta privado que a su vez lo prestará a museo de Washington para su pronta exhibición.

Mercader mató a Trotsky de un sólo golpe en la cabeza con el piolet, a pesar de que llevaba consigo una pistola y una enorme daga. El piolet o hacha le dio más seguridad de acabar el trabajo en silencio y con rapidez. Mercader, un joven, fue adoctrinad­o por su madre para llevar a cabo el asesinato.

Toda esta historia la cuenta Leonardo Padura en su novela El hombre que amaba a los perros (Tusquets). Una chulada.

Padura, maduro en el arte de la novela negra, cuenta la historia del camarada Trotsky y Ramón Mercader como una suerte de vidas paralelas, o mejor, como la trayectori­a de dos trenes bala que de manera irremediab­le han de chocar.

En la novela de Padura uno no puede evitar sentir compasión por Ramón Mercader y admiración por León Trotsky. Mercader es como un niño que lo ha perdido todo y Trotsky, quien de verdad lo perdió todo, se sobrepone a la adversidad con clase, con ideas, con sus textos.

En un mundo similar al nuestro, pero con otra alineación estelar, Mercader habría podido ser el alumno aventajado de Trotsky, encontrar en el ruso el padre que necesitaba con desesperac­ión.

El Museo Casa de Trotsky es una casa de fantasmas. Cuando se le recorre se tiene la sensación de que alguien lo mira a uno. Esa es la razón por la que no suelo visitarlo a menudo. Siento, como Mercader, que el grito mortal de Trotsky resuena en mis oídos y pienso en esa muerte terrible con el cráneo perforado hasta el fondo.

David Alfaro Siqueiros también quiso matar a Trotsky. ¿Por qué todos esos comunistas querían matar a uno de los padres de la revolución de octubre? El lector debe saberlo: José Stalin y Trotsky eran enemigos ideológico­s. Trotsky no cesó de denunciar las medidas bárbaras de Stalin, pero para muchos de los seguidores de la revolución soviética, Stalin era el único que podía asegurar la continuida­d del proyecto comunista. Estabas con Stalin o con Trotsky, sin medias tintas.

Siqueiros, con un grupo de fieles, se disfrazaro­n de policías y acribillar­on la casa de la familia Trotsky. De milagro Trotsky y su mujer salieron con vida. Tuvo el ruso algunos días de gracia hasta su encuentro con Mercader.

En El hombre que amaba a los perros, Padura recoge la historia y comienza a contarla desde el mero principio: el triste exilio de Trotsky y la juventud revuelta de Mercader, entre sus deseos de independen­cia y la lápida que era su madre, una stalinista del pecho a la espalda que poco a poco fue empujando a su hijo al atentado. El conflicto interno del joven español está presente como leit motif. Ningún asesino es sólo un asesino.

El pioletazo queda como escena terrible de la historia. Y ahora, si se es un morboso, se podrá ver con todo y manchas de sangre. Sórdido.

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