Feminicidio, Estado y misoginia social
El feminicidio de Mara Fernanda Castilla movilizó este domingo a miles de personas. Mujeres y hombres indignados, impactados por la crueldad feminicida, salieron a la calle a demandar justicia, para Mara, para todas. La muerte atroz de Mara no es excepción. Sólo en Puebla han muerto asesinadas 83 mujeres y desaparecen más de 500 al año. Quizá esta vez muchas sintieron más cerca la amenaza porque Mara era universitaria, porque, como muchas, creyó en la seguridad de un servicio de transporte privado, porque es insoportable saber que salió de Veracruz para estar a salvo y fue asesinada cuando había tomado “todas las precauciones”. Pero no es la única. Indignarse por el asesinato de Mara es necesario. Indignarse por todos los feminicidios es urgente. Si queremos un país habitable, reconocer la gravedad del feminicidio y sus conexiones con la misoginia social, exigir una política integral del Estado y actuar por la igualdad, es indispensable. Para que un día dejemos de gritar “ni una asesinada más”.
El feminicidio, asesinato de una mujer por el hecho de ser mujer, es la manifestación extrema de una violencia misógina que permea todos los ámbitos y cuya reproducción no puede atribuirse cómodamente a la familia y su “crisis de valores” ni a la juventud y su “exceso de libertades”. El feminicidio es una de las expresiones máximas de la desigualdad de género que empieza con el nacimiento, cuando se aplaude más la llegada del “rey” de la casa que la de la “princesa” que habrá de “atenderlo”; inicio de la reproducción de una masculinidad violenta o dominante y de una femineidad sumisa y obediente. Esta desigualdad y discriminación se replican también en la escuela, en el trabajo, en los medios. Separar el feminicidio de las violencias cotidianas, como si fuera una anomalía, es ocultar que sus raíces están en la vida social y en las prácticas y discursos de un Estado que no es sólo omiso o negligente sino agente de muerte.
Creer que el feminicida es un monstruo, ajeno a nosotros, es olvidar que no sólo los sádicos o los “narcos” matan a las mujeres, también maridos, novios y parientes ejercen lo que consideran su derecho a deshacerse de mujeres o niñas porque “no valen” o “valen menos”, porque son “cuerpos disponibles y desechables”, porque en este país con leyes que no se aplican, y masculinidades violentas, se puede.
El Estado ha optado por el discurso de la excepción porque así pretende eludir su responsabilidad. Aunque existen leyes para prevenir y sancionar la violencia, no se aplican. Se tuercen, se manipulan. Se resuelve un caso cuando hay fuerte presión social, no porque es obligación de cada funcionario. Se recorta el presupuesto para prevención mientras se derrocha en publicidad oficial. Se incluye la perspectiva de género en el Plan Nacional de Desarrollo, pero no hay, ni en las escuelas ni en las universidades, educación integral para la igualdad. Se tolera el acoso en la escuela y en el trabajo, no se corresponsabiliza a nadie de evitarlo. Existen leyes que regulan a los medios, que prohíben cosificar a las mujeres o incitar a la violencia contra ellas, y abundan locutores, programas y anuncios que las degradan a diario.
El mensaje de permisividad que reiteran los y las agentes del Estado contribuye a perpetuar la misoginia social que se manifiesta en las violencias cotidianas y en las justificaciones que las minimizan. Familias que invitan a soportar el abuso como “cruz”, o imponderable del ser mujer; vecinos sordos ante gritos de horror o auxilio porque “es asunto privado”. Jefes, bien o mal trajeados, que acosan y amenazan a sus empleadas, testigos que callan para no perder el trabajo. Docentes que descalifican a niñas y jóvenes porque “no entienden”, y ejercen o toleran el acoso. Hombres que miran y tratan a las mujeres desde niñas como objetos de su deseo. Mujeres con poder y autoridad que ningunean a las demás para evitarse competidoras.
Condenar el feminicidio no basta. Hay que cortar sus raíces, dejar de tolerar la misoginia y violencia.
Por Mara, por todas.