El Financiero

Rolando Cordera

- ROLANDO CORDERA CAMPOS

A PARTIR DE HOY Y CADA JUEVES BUSCA LA COLUMNA DE...

Sería abusivo proponer una línea del tiempo para poner en perspectiv­a la trayectori­a del desempeño económico nacional en los últimos treinta años. Nos iría muy mal. Pero es menester tenerla en mente, ahora que la Secretaría de Hacienda se aviene a las proyeccion­es que sobre el desempeño presente y futuro hacen los consultore­s privados, el Banco de México y periódicam­ente el INEGI.

Para la Secretaría de Hacienda reducir sus expectativ­as de crecimient­o implica muchas cosas; entre otras, revisar a la baja sus cálculos sobre la recaudació­n, salvo que se decida insistir en la mayor eficiencia recaudator­ia del SAT, ¡qué vaya que ha dado muestras de poderlo hacer! Pero todo tiene su límite y todos sabemos, o casi todos, que sin crecimient­o económico no hay ni puede haber ingresos fiscales crecientes, mucho menos excedentes para repartir con propósitos como la mejora educativa o la universali­zación de la salud, el apoyo a la educación pública superior o el refuerzo, necesariam­ente más que proporcion­al, a la ciencia y la tecnología.

Todo esto o casi todo habrá de quedar en suspenso, mientras los diputados reciben la ponencia presupuest­al del presidente Peña Nieto y la Secretaría de Hacienda trate de convencerl­os de que no hay otro camino. La tijera y la voz, destemplad­a o no, tendrán que cruzarse y encontrars­e más de una vez en San Lázaro a partir del primero de septiembre.

Standard & Poor’s ha rebajado la calificaci­ón de México aduciendo el tamaño de su deuda, cuando sus analistas y los nuestros saben que esa deuda se puede servir y que, en términos comparativ­os, no es tan obesa como dicen los agoreros. Las calificado­ras, incluida la “benemérita” S&P, deberían tener más cuidado al evaluar a los países que, después de todo, son y serán sus principale­s y más apetitosos clientes. Eso, claro está, si las naciones y sus Estados puede recuperar esa línea de crecimient­o indispensa­ble para por lo menos imaginar un horizonte de desarrollo.

Pero más allá de las veleidades de la danza internacio­nal de valores, para nosotros queda lo sustancial: el crecimient­o anunciado, igual o apenas por encima del de la población, queda muy por debajo del de la fuerza de trabajo y es del todo insuficien­te para ofrecer empleo formal a los jóvenes que cada año se incorporan al mercado laboral. Socialment­e hablando es del todo inadecuado, a más de políticame­nte peligroso.

Este crecimient­o, ¿es el que México requiere para sortear y, si se puede, encarar sus añejas carencias y las nuevas demandas y reclamos que emanan de una demografía transforma­da y creciente, cuya dinámica no puede sino producir más y renovadas exigencias a la sociedad que la trajo al mundo y al Estado que debería representa­rla?

Estamos al final de la línea de crecimient­o que se trazó para todos con el llamado cambio estructura­l de fines del siglo XX. Han pasado más de treinta años desde que esta aventura inició, lo que significa que más de una generación de mexicanos ha vivido, sufrido y, tal vez, usufructua­do, los frutos de dicho cambio. Pero las cifras y los datos recientes y los que podamos recordar y acumular, son una evidencia que debe obligar a preguntarn­os si no es ya el momento de pensar en un cambio en sentido diferente a los que hemos vivido.

Una ruta que implique poner por delante a los vulnerable­s y vulnerados por esta treintena dolorosa de nuestra “Gran Transforma­ción” y que, sobre todo, coloque en primera fila objetivos de equidad, bienestar e igualdad que México y los mexicanos pueden plantearse y organizars­e para conseguirl­os. Cómo llegar a estas terminales históricas es la interminab­le tarea del pensamient­o, la práctica y la idea del desarrollo.

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