Campañas sucias
Toda campaña electoral se sostiene en buena parte en hacer pedazos la reputación del adversario. Más que demostrar capacidad para gobernar, o resultados buenos en cargos anteriores, la posibilidad de que el votante escoja a un candidato porque él o los otros son peores, es un activo que se busca constantemente en cualquier proceso electoral. El próximo domingo en Francia, el atractivo que tiene Emmanuel Macron es superado ampliamente por el terror que provoca la figura de Le Pen, cuyo pasado y presente representan no sólo la involución política de Francia, sino la opción real de la pérdida de la estabilidad económica y del propio proyecto nacional francés.
Algo similar ocurre en las elecciones en nuestro país. En el Estado de México, la guerra de descalificaciones entre candidatos supera con mucho el atractivo que puede tener cada uno de ellos ante el electorado mexiquense. El elector de esta entidad tiene que pensar si elige al candidato tricolor vinculado con la tradición autoritaria y corrupta de un PRI que no ha logrado sacudirse esa imagen en este sexenio, y que por el contrario se ha reforzado con los casos de exgobernadores sujetos a proceso judicial. Para la candidata panista, el haber aceptado recursos del gobierno de Peña Nieto para su proyecto de migrantes, la sitúa en la línea de recepción de dinero público que en este país es percibido como corrupción.
Para la candidata de Morena, el haber practicado en Texcoco el esquema de financiamiento partidario que toma dinero de los funcionarios públicos con fines políticos, la pone en la misma línea de ataque de cualquier otro aspirante al poder, despojándola de ese velo de pureza que el dirigente nacional de ese partido pretende adjudicarse a él mismo y a su instituto político. La guerra de lodo que ha cubierto a los aspirantes a la gubernatura mexiquense, tiene un poder mucho mayor que cualquier exposición positiva que pudiera presentar cualquier candidato ante la ciudadanía.
Corrupción e inseguridad son los dos temas que golpean y lastiman a un electorado convencido de que todos los políticos son iguales y que aquel que no lo sea lo tiene que demostrar de una forma que sea fácil y rápidamente perceptible al ciudadano. Los negocios que se siguen haciendo al amparo del poder en dependencias estatales y municipales, sobrepasan los límites de lo que habíamos visto hasta ahora. La debilidad del Ejecutivo federal y las instituciones que lo rodean, frente al dinero y atribuciones de gobernadores, presidentes municipales y en su caso jefes delegacionales en la Ciudad de México han llegado a niveles de escándalo.
No hay oficina de gobierno en donde para realizar trámite o permiso alguno, los funcionarios que tienen atribución alguna no muerdan con descaro y más en épocas electorales en donde el dinero se necesita, se reparte y se comparte. La solución a esto ha sido automatizar o desaparecer trámites ahí donde se puede, pero en donde la voluntad humana se mantiene como necesidad, el asalto en despoblado a la ciudadanía sigue siendo una constante. Esto, y la descomposición de esquemas de seguridad que en muchos casos están estrechamente vinculados uno con otro, son las cuentas que la sociedad intenta hacer pagar a los políticos en este momento.
Es por eso que la guerra sucia electoral funciona y funciona bien. El candidato menos dañado será el ganador, más por su capacidad de defenderse que por sus atributos para gobernar eficazmente. El sistema político mexicano muestra signos de descomposición principalmente por la imposibilidad de contener la corrupción interiorizada ahora en estados y municipios. Cuidado con la “guerra sucia” que pudiese terminar por convencer a la ciudadanía, que la democracia no es el mejor sistema para vivir.