Seguridad bananera
@laloguerrero El término “bananero” tendrá cien años de haber sido acuñado. En su origen se refería primordialmente a países de Centroamérica y del Caribe, gobernados a la mala por caciques y dictadores que no tenían ningún interés en el desarrollo o la justicia social, sólo en extraer rentas de la economía de plantación, frecuentemente bajo el auspicio de la United Fruit Company (la infame compañía estadounidense que dominó la producción de plátano durante la primera mitad del siglo XX, y que no dudó en instigar masacres y golpes de Estado para promover sus intereses). Con el paso del tiempo, el plátano ha perdido primacía frente a otros cultivos más redituables. Sin embargo, el término bananero ha perdurado para hablar de forma peyorativa del atraso, la corrupción y la inestabilidad que caracterizan a las instituciones de buena parte del mundo en desarrollo.
¿Es México una república bananera? En algunos aspectos –a pesar de la propensión mexicana a la autoflagelación– hay que reconocer que no, o al menos no del todo. Desde hace ya varios años el Banco de México, y en alguna medida la Secretaría de Hacienda, son operadas por una burocracia profesional, lo que ha contribuido a que, independientemente de quién sea presidente, se lleve un manejo prudente de las principales variables macroeconómicas. Otro ejemplo son las elecciones. Podemos estar de acuerdo o no con algunas decisiones del Consejo General del INE, pero la organización de los procesos electorales es también una labor que se desarrolla con relativa independencia y profesionalismo.
Sin embargo, la cosa cambia cuando pasamos al ámbito de las instituciones de seguridad pública. Ahí sí, desafortunadamente, todavía predominan prácticas netamente bananeras. Por supuesto, en los últimos años –principalmente ante el reclamo social por la crisis de inseguridad– ha habido algunos avances, esfuerzos y experiencias importantes. Sin embargo, se trata de casos aislados, que además dependen de la voluntad de un político, o la determinación de un mando policial.
Traigo a colación el tema del carácter bananero de la política de seguridad por el llamado que hace algunos días hizo mi buen amigo Alberto Capella, comisionado estatal de Seguridad en Morelos, al gobierno federal y los partidos políticos, para suscribir un acuerdo nacional. El objetivo de dicho acuerdo sería no utilizar el tema de la seguridad como plataforma para impulsar sus campañas en 2018.
Bien valdría la pena retomar esta iniciativa. Ya hemos visto en el pasado cómo en las campañas y las transiciones, los políticos abusan de la preocupación ciudadana. La inseguridad es un tema que preocupa y que vende. Desafortunadamente, muchas de las propuestas parecen responder exclusivamente a una lógica de marketing político. Basta que la idea suene catchy o innovadora –crear una gendarmería, por ejemplo– sin reparar mucho en su viabilidad o su relevancia en relación con las prioridades en la materia. Otras veces las propuestas son francamente demagógicas, como las sentencias de por vida o de muchos años en las que tanto insiste el Partido Verde (cuando toda la evidencia sugiere que éstas tienen un impacto marginal sobre la incidencia delictiva, y en cambio generan una enorme carga para el sistema de readaptación social).
Sin embargo, como señaló Capella, lo más grave es que la explotación política de la inseguridad va en detrimento de la continuidad que sería necesaria para consolidar avances e ir construyendo instituciones más sólidas. Cada seis años los políticos intentan inventar el hilo negro y darle “su sello” a la política de seguridad. Un síntoma de este personalismo es la mala costumbre de cambiarle de nombre a las instituciones, y de fusionarlas o dividirlas de forma arbitraria.
El carácter bananero de la política de seguridad va incluso más allá. Los gobernantes siguen pensando en términos de botín: grandes partidas presupuestales que pueden manejarse de forma discrecional para otorgar contratos, en condiciones muy favorables, a sus proveedores consentidos. Principalmente en los estados (pero también en el gobierno federal) las posiciones clave de las instituciones de seguridad se reservan para personajes allegados al titular del Ejecutivo, que en muchos casos no tienen ni la formación ni la experiencia para desempeñar el cargo. El CISEN, por ejemplo, casi invariablemente ha sido encabezado por personas de la mayor confianza del grupo en el poder, pero que no tienen experiencia previa en labores de inteligencia. En contraste, no creo que ningún presidente electo pensara en nombrar a su compadre para la Secretaría de Hacienda (a menos que se tratara de un compadre que, como mínimo, tuviera doctorado en Economía).
México ya empieza a tener una masa crítica de profesionistas que, desde las organizaciones de la sociedad civil, la academia y el servicio público, queremos contribuir a superar el carácter bananero de nuestras instituciones de seguridad pública. Es tiempo de que tengamos un mayor activismo, no sólo para promover acciones concretas, sino también para exigir que –gane quien gane las elecciones– la política de seguridad se conciba como una política de Estado, que trascienda la agenda de un candidato o un grupo político.
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