Fundar con sangre
Hace cien años la Revolución rusa brillaba con el fulgor de una estrella. Hoy yace en el basurero de la historia. Al parecer ése es el destino de todas las empresas humanas. La ciencia y la tecnología que nos deslumbran en el presente, al pasar el tiempo nos parecerán tan ridículas como la idea de que la Tierra es plana. Sin embargo, no podemos dejar de soñar, de concebir un mundo sin dolor, desigualdad e injusticia.
Hace un siglo la Revolución soviética deslumbró al mundo y lo llenó de esperanza. Por fin era posible un Estado en manos de campesinos y obreros; un mundo sin hambre donde todos tuvieran lo justo. Pero no ocurrió así. La Revolución se convirtió en una brutal dictadura.
Hay quien afirma que la Revolución rusa no se pervirtió sino que nació pervertida. Había otros caminos para corregir las inequidades. Los mencheviques proponían la vía parlamentaria, reformista y gradual, para transformar la sociedad. Pero triunfaron los bolcheviques, con Lenin a la cabeza. Había que destruirlo todo –pensaba–, para crear una sociedad nueva. Tomó el poder hace cien años. A la Revolución le siguió una feroz guerra civil y luego el Terror. La colectivización forzosa. Las pavorosas purgas estalinistas. Los campos de trabajo esclavo en Siberia. La dictadura del proletariado se convirtió en un Estado policiaco. La tiranía zarista dio paso a la dictadura de los soviets.
A pesar de que Lenin afirmaba que no era posible el socialismo sin democracia, ésta desapareció en el nuevo Estado obrero. Se proscribieron los partidos (menos el comunista), se suprimió la prensa libre, se impuso el racionamiento. En octubre de 1917 los bolcheviques tomaron el poder y el mundo se llenó de esperanza. La fantasía socialista se extendió hasta 1989, año de la caída del Muro de Berlín. Hoy no existe la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas. Rusia volvió a ser Rusia. ¿De qué sirvió tanto empeño?
El experimento soviético costó decenas de millones de vidas. Inspiró múltiples revoluciones en todo el mundo, entre ellas la Revolución china en 1949 y la cubana en 1959. Ambas terminaron igual que la soviética, convertidas en sangrientas dictaduras. Las tres fueron inspiradas y conducidas por intelectuales que pasaron “de los libros al poder”. Las tres fueron revoluciones marxistas. Es curioso, el marxismo creyó haber descubierto leyes históricas basadas en el materialismo dialéctico. Sin embargo, la Revolución rusa no habría sido posible sin Lenin; la china, sin Mao; la cubana, sin Fidel. Quizás ésta sea una de las lecciones perdurables de las revoluciones del siglo XX: la importancia del individuo en la historia, la certeza de que no existe un guión histórico ineludible; la noción de que la historia, como los individuos, es cambiante y errática; depende del azar tanto como de la voluntad.
Otra de las lecciones que arroja la historia de las revoluciones es que éstas no se conforman con destruir el poder existente sino que se transforman en revoluciones permanentes. Ejercen la violencia con la que llegaron al poder a los procesos económicos y sociales. Las revoluciones, para limitar su daño, deberían de dar paso de inmediato a elecciones, o corren el riesgo de convertirse en sistemas petrificados. Las revoluciones deberían servir para desbloquear el poder estancando, no para convertirse ellas mismas en obstáculos para el acceso al poder. La democracia, al menos en teoría, debería ser un sistema para procesar las constantes demandas sociales, para adaptar el poder a las transformaciones de la sociedad. La democracia, si funciona bien, debe vaciar de sentido a la Revolución.
La democracia es lo opuesto a la Revolución. La Revolución democrática es tan contradictoria como la Revolución institucional. En la democracia reina el conflicto, no la violencia. Es falsa la noción, como apunto Giovanni Sartori en su último libro, “de que un mundo purificado del mal brotará misteriosa y milagrosamente de la creatividad de la violencia”. Tanto el “hombre nuevo” como el “mundo nuevo” son ficciones religiosas, como lo es la esperanza cristiana de traer el Cielo a la Tierra. Por el contrario, la aspiración de vivir mejor no es religiosa sino plenamente humana.
¿Sirvió para algo el sufrimiento del pueblo ruso? ¿Millones de hombres asesinados en las purgas y otros tantos enviados al Gulag, murieron en vano? La Unión Soviética llegó a ser una súper potencia. Hoy el PIB per cápita de un ruso es similar al de un mexicano. El poderoso imperio soviético ha devenido en la caricatura autoritaria de Putin. La Revolución rusa nos arroja, por ultimo, una lección ejemplar. Para decirlo con Octavio Paz –quien fuera uno de sus fervorosos seguidores–: no se puede “fundar con sangre, / levantar la casa con ladrillos de crimen, / decretar la comunión obligatoria”.