El Financiero

La parte oculta

- FELIPE ROSETE

En ocasiones, y por caminos diferentes, la literatura llega a conclusion­es distintas que las de la matemática. Ahí está la demostraci­ón de Orwell de que, para aquellos poderosos que insertan sus ideas en la mente de otros, 2+2=5. O todas esas novelas sobre el triángulo amoroso que nos dicen que 1+1=3. Con Robert Louis Stevenson ocurre algo similar: 1=2, es la ecuación con la que sintetiza al ser humano en El extraño caso del doctor Jekyll y Mr. Hyde, novela de 1886. Una fórmula ya conocida por los seres remotos de la India védica, para quienes la mente —y el mundo— estaba partida desde un inicio en un Yo y un Sí, de cuya inte- racción se deriva el equilibrio de la sique y del cosmos.

Narrada mayormente por Mr. Utterson, abogado de Henry Jekyll, un médico respetabil­ísimo de la ciudad de Londres, la novela se adentra desde un inicio en las atrocidade­s cometidas por un personaje repugnante a simple vista, como si fuera portador de todo el mal habido y por haber, conocido como Mr. Hyde. Es de baja estatura y esconde su cuerpo enconchado debajo de una capa oscura. Mirar su rostro, en ocasiones tapado por una máscara, es causa de un terror inusitado. Edward Hyde despierta enormement­e la curiosidad de Utterson, pues en el testamento del doctor Jekyll aparece como su único beneficiar­io en caso de muerte o “desaparici­ón”. Además, los criados de su casa deben acatar todas sus órdenes como si fueran las de su amo y, lo que es más extraño, compensó la reciente afrenta a una niña con un cheque firmado por el propio Jekyll. Ante Mr. Hyde, el que se esconde, aparecerá Mr. Seek, el que busca, encarnado en la figura del pulcro abogado.

La trama se complica con el asesinato de Mr. Carew, acribillad­o a golpes en las calles de un barrio londinense. Las pistas dejadas en el lugar de los hechos apuntan a Mr.

Hyde. Pero éste ha desapareci­do, como si se hubiera difuminado en la espesa niebla que cubre las farolas de la ciudad al anochecer. Nadie sabe de su paradero. Ni siquiera su amigo Jekyll, quien jura y perjura que nunca más volverá a aparecer por allí. Y, sin embargo, regresa hasta apoderarse por completo de su vida.

El enigma se resuelve con dos relatos finales. El del doctor Lanyon, junto con Utterson, el mejor amigo de Jekyll. Y la declaració­n completa de éste último, en la que explica claramente todo lo sucedido. Como la de muchos seres humanos, la vida de Jekyll estaba sometida a una “profunda duplicidad”. Si por un lado era el médico bondadoso de reputación intachable, por el otro poseía “una cierta e impaciente predisposi­ción al regocijo” que, al chocar con el anhelo de perfección moral, hacía que éste ocultase sus placeres, abriendo con ello una zanja inmensa en su interior entre “aquellos territorio­s del bien y del mal que componen la naturaleza dual del hombre”. Hasta desembocar en una “perenne guerra” contra sí mismo. La guerra entre el Yo y el Sí, entre la razón y la pasión, entre la conciencia y los instintos de la que, supongo, todos hemos sido presas alguna vez. “El hombre no es realmente uno, sino dos”, afirma categórica­mente el doctor Jekyll. Por eso crea una droga capaz de dar vida propia e independie­nte a esa otra parte de sí, ajena a su buena conciencia. Parte que en su confesión pareciera serle completame­nte ajena, como si en verdad se tratara de una persona distinta. Y tal vez ahí está la raíz de su fracaso: en la imposibili­dad de reconocer que esas pulsiones hacia la sensualida­d, hacia la disolución de las ataduras del deber, hacia el mar de la libertad, son también parte de su ser y, como tales, no pueden permanecer ocultas para siempre.

Dioniso y Apolo luchan y lucharán en nuestro interior por siempre, lo mismo que el resto de los dioses del panteón olímpico, pues, como bien afirma Jekyll: “en última instancia, el hombre será conocido como una mera comunidad de múltiples habitantes, incongruen­tes e independie­ntes entre sí”. Desgraciad­amente, como bien lo demuestra su caso, todos estos habitantes no pueden tener una vida separada, deben aprender a convivir en el interior de nuestra mente y de nuestro cuerpo. Lo difícil, lo sabemos, es encontrar la forma de que lo hagan. Y quitarnos el miedo que nos provocan.

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