DE TABACO Y ORO
Enrique Ponce es sinónimo de figura del toreo; 27 años de alternativa y 28 temporadas en lo más alto del escalafón taurino mundial. En el mundo del toro llegar a la cumbre puede depender de ligar triunfos importantes en plazas de primera en forma consecutiva, y puede alcanzar a ser incluso vertiginoso el ascenso. Mantenerse es otro tema. La fuerza de voluntad, la inquebrantable mentalidad para superar las injusticias y caprichos del mundo del toro, y una desbordante afición por torear son las herramientas con las que sólo los elegidos pueden argumentar tarde a tarde y toro a toro el sitio de privilegio.
Una vez arriba hay que estar en figura en todo momento, dentro y fuera del ruedo, lo que exige una disciplina e inteligencia que pocos logran combinar con el valor y la determinación que se necesita para salir al ruedo a pegarle pases a un animal imponente, capaz de matar en cualquier tarde, en cualquier plaza.
El viernes 2 de junio el maestro Enrique Ponce llegó feliz a la Plaza de Toros de Las Ventas de Madrid, con la responsabilidad que llevan las figuras del toreo a cualquier plaza, incluso a cualquier tentadero, pleno y confiado de su capacidad y de esta nueva forma de estar en el ruedo.
Al maestro lo conozco hace más de 20 años, nuestra relación es plenamente profesional; siempre amable en cualquier entrevista y siempre dispuesto a hablar de toros. Su generosidad al exponer sus ideas, su tauromaquia y su concepto siempre aporta conocimiento al mundo del toro. La calidad moral de sus ideas la avalan miles de toros, así como su nombre en letras de oro en la historia de la cultura llamada tauromaquia.
Me llamó poderosamente la atención este nuevo mensaje durante la entrevista en el patio de cuadrillas a minutos de partir plaza, ya que en este momento donde prácticamente ningún torero tiene saliva para refrescar la garganta y las palabras no fluyen, el valenciano comentó: “Vengo a torear. Vengo a disfrutar”.
Enrique Ponce ha conquistado absolutamente todas las plazas de los ocho países taurinos, ha reafirmado una y otra vez su estatus de figura del toreo. Hacía 15 años que el valenciano no abría la Puerta Grande de Madrid, no porque en esos años no haya estado el maestro dispuesto, simplemente porque para abrir esa puerta se tienen que dar muchas circunstancias. El público suele tratar con un racero muy distinto a las figuras, tan distinto que llega a ser intransigente y hasta de muy bajo nivel taurino, es quizá la forma que tiene esta plaza de avalar —inconscientemente— a las figuras o a quienes están destinados a serlo; pero el toreo está por encima de tendidos, de periodistas chuflas o pagados y del sistema mismo. Tarde o temprano la tauromaquia y el toro ponen a cada quien en su sitio.
El viernes pasado en la capital española se llevó a cabo lo que pudiera parecer la comparecencia de un maestro, doctor en tauromaquia, ante un público sinodal dispuesto, esta vez, a apreciar y disfrutar del magisterio de una figura de época.
Dos imponentes toros de Garcigrande, cuajados, de pitones descomunales; eso sí, bellos de estampa para el aficionado, pero de hechuras vastas, demasiado corpulentos para que la lógica del toreo les permitiera embestir controlando ese volumen, hacerlo con la cara abajo y siguiendo los engaños de principio a fin del muletazo. Cuando los toros son tan grandes, se mueven más por inercia que por el equilibrio del cuerpo impulsado por la bravura, la cual permite al animal imponer ritmos lentos en su embestir, conteniendo los kilos bajo las órdenes del torero reguladas por ésta.
A su primero lo toreó bellamente, lo cuajó con el capote dando recital de ritmo y belleza; con la muleta parecía haberle hipnotizado con el valor bueno del toreo, el que no se ve, pero que permite al torero pisar terrenos donde prácticamente todos los astados embisten. Un pinchazo malogró una faena de dos orejas, pero con justicia el público exigió una, no dejando en manos ni en el criterio del presidente (por cierto bastante malos aficionados por lo general en Las Ventas) el premiar una obra de esa magnitud, arte y sapiencia.
Con su segundo, otro toro descomunal en tamaño y en belleza, el valenciano creó el milagro. El toro propuso todas las dificultades posibles en su comportamiento: cambios de ritmo, la cara muy suelta tirando mortales derrotes a diestra y siniestr, pero con algo bueno, peleó de frente, no traicionó su esencia escudándose en desarrollar sentido, sino que fue leal, expuso sus argumentos y Ponce fue capaz con su valor, técnica y verdad, de consumar el milagro del toreo, crear belleza ante el peligro, estar dispuesto a morir en busca de la emoción. Pinchazo y oreja para abrir una Puerta Grande que reconoce a uno de los toreros más grandes de la historia.