El Financiero

Hagamos caso al deseo

- FELIPE ROSETE

“Tan lejos había quedado el tiempo en que habíamos abandonado el mundo real, formado de personas vestidas, que parecía fuera de nuestro alcance”, afirma el narrador de Historia del ojo, de Georges Bataille, esa cumbre de la literatura erótica que pareciera otorgarle al deseo y la fantasía un estatuto tan potente como para situar a los personajes de la novela en un mundo más parecido al del sueño, donde todo anhelo y toda perversión pueden ser realizable­s. Y este es quizá el primer gran acierto de la novela: otorgar al deseo vida propia, dejarlo que se apodere de las mentes y los cuerpos de los personajes, hasta llevar a algunos de ellos a la muerte, que es el anhelo último de aquel, su meta más codiciada.

La novela cuenta la historia de Simone y el narrador, ambos jóvenes de unos 16 años, que, llevados por el deseo, terminarán por realizar toda clase de actos, sin importarle­s las consecuenc­ias. Se trata, como dijimos, de dos seres que no tienen cabida en el mundo real, pero sí en el de la fantasía erótica, que es justamente la que cobra plenitud en el relato, como si la literatura fuese el vehículo en el que ambos simplement­e se dejan ir, resbalando por vías llenas de leche y orina, de semen y fluidos corporales que van lubricando su camino. Un camino en el que se cruzan la bella e inocente Marcelle, el excéntrico y millonario Sir Edmond, un torero de nombre Granero y el cura Don Aminado, todos llevados a realizar, aun contra

su voluntad, las fantasías de Simone.

¿Y qué tiene que ver el ojo con todo esto? ¿Qué es lo que hace que su historia sea una de fantasía, erotismo y pasiones irracional­es e irrefrenab­les? “En general —responde Bataille— disfrutamo­s de los ‘placeres de la carne’ a condición de que sean insípidos”. ¿Y qué es lo que los vuelve insípidos? El hecho de tener los “ojos castrados”. Hay algunos, nos dice, a quienes el universo les parece honesto. “Le parece honesto a la gente honesta porque tiene los ojos castrados. Esta es la razón por la que teme la obscenidad”. “De la vista nace el amor”, dice el conocido refrán, pero también el deseo. De ahí que a lo largo de la novela quede patente la analogía entre el ojo y los huevos. Los huevos que Simone rompe al presionar el culo, al tiempo que el ojo del narrador la mira y se la menea. Pero también los testículos del toro, que Simone resbala por sus piernas hasta insertarse uno de ellos en la vulva, en el mismo momento en que en el ruedo, Granero es cornado por un toro exactament­e en el ojo derecho. O el ojo de Don Aminado que, nuevamente desde la vagina de Simone, evoca al narrador la mirada tierna y melancólic­a de Marcelle.

Similares en forma, color, textura, en el despertar mismo del deseo, el ojo y el huevo están unidos incluso desde aquella batalla que, in illo tempore, mantuviero­n Horus y Set por el equilibrio del mundo, resultado de la cual el primero perdió el ojo y el segundo los testículos. Más allá de esta equivalenc­ia, lo que parece decirnos Bataille es que el deseo juega un papel fundamenta­l en nuestra sique, y no podemos ignorarlo a favor de la razón, de la represión y de la castración, necesarios para la vida en sociedad, pero generadore­s también de una fuerte dosis de malestar en el individuo. Hagamos caso al deseo. Escuchemos sus demandas, siendo consciente­s de que su fin último es la muerte.

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