El Financiero

“MAESTROS NO TEMEN A LA EVALUACIÓN; SÍ A LA IMPOSICIÓN”

- MARÍA SCHERER IBARRA

Delfina Gómez es hija de José Guadalupe Gómez, oriundo de San Juan del Río, y de Catalina Álvarez. Él, albañil desde niño, estudió hasta cuarto de primaria. Ella no pisó la escuela. Estaría, en su momento, para la casa y para los hijos, como las mujeres de su tiempo.

José Guadalupe llegó a Ciudad Nezahualcó­yotl cuando enviudó su padre. No encontró ahí el porvenir que le prometió, de modo que se fue para Texcoco, donde trabajaba doble jornada, en una obra y en un rancho. Un afortunado día en que llevó a pastar a las vacas, encontró a la que sería su esposa.

“No se casan, se juntan”, cuenta Delfina. Lo hicieron para protegerse porque en ese entonces, María Luisa, hermana de Catalina, quiso casarse. Su padre le negó su consentimi­ento y la dote. “Y como el pobre muchacho era panadero, pues se quedó sin boda. Jamás se casó mi tía y quedó herida porque ése fue el amor de su vida. Así que cuando mis papás se conocen y él le avisa que la va a pedir, ella contesta que mejor se la robe, no le vayan a decir que no”.

Delfina es la segunda de los tres hijos vivos de la pareja. Catalina parió primero a Guadalupe; en seguida tuvo a Alejandro, quien murió de neumonía. Después nació Alejandro, que vive, y es maestro como sus hermanas. Carlos murió de hambre, igual que Beatriz. “Mi mamá se fortaleció a pesar de todo y nos empujó hacia delante. Quería que hiciéramos lo que ella no pudo”.

Cuando Delfina era un bebé, María Luisa se mudó con los Gómez Álvarez. La tía se convirtió en una de las personas más cercanas a ella. La quiso tanto como a sus padres.

De niña, perteneció a un grupo de catequista­s del barrio en el que vive hasta ahora. “No estaba limitado a recitar oraciones y mandamient­os, sino a hacer mejoras en la comunidad”. El grupo de niñas se llama “Abejitas” y “Abejorros” el de los niños. “El grupo me dio vocación de servicio. Nos permitía poner en práctica nuestros princi- pios. Todavía existe y hace, de los que pasan por ahí, muy buenos ciudadanos”.

Cuando las niñas terminaron la secundaria, El Güero –como apodaban a su padre por sus ojos claros– habló con ambas. Ya no le alcanzaba para sus estudios. Tenían que meter el hombro y empezar a trabajar. Delfina daba clases particular­es a los hijos de unos médicos oftalmólog­os. Pasaba la tarde con ellos, los ayudaba con las tareas y los llevaba a la escuela de natación. -¿Y la tía? -Era como el segundo hombre en la familia. Primero vendía azúcar. Los fines de semana, la acompañába­mos a comprar pan para revenderlo. Lo llevaba en unas enormes canastas de mimbre. Íbamos como perritos detrás de ella, esperando que una pieza se rompiera y nos la diera. Creo que por eso mi vicio es el pan…

La maestra hace agua cuando la recuerda. Cosía en una máquina Singer de pedal, que aún conserva. “Mucha gente compraba su tela en la comunidad de San Felipe y luego venían con mi tía y mi abuela, Las Mariquitas, a hacerse sus delantales o su ropa de gala”.

Guadalupe, Delfina y Alejandro son maestros porque no pudieron escoger. Cuando les tocó, un texcocano de bajos ingresos podía elegir entre Chapingo y la normal. “La economía estaba complicada, sobre todo por la cuestión de los pasajes. No nos daba para venir a México. Teníamos que estudiar cerca. ‘Aunque sea de enfermeras, aunque sea de maestras’, nos decía mi mamá. No me arrepiento para nada. Mis hermanos tampoco. Le tienen mucho amor a su profesión”.

Al concluir, Gómez ingresó a la Universida­d Pedagógica de Azcapotzal­co, a la licenciatu­ra en educación básica. Ya ejercía la docencia –en una primaria de San Pablito Calmimilol­co, en el municipio de Chiconcuac–, y tenía los medios para transporta­rse. Era un sistema semiabiert­o que permitía asistir a clases los sábados.

La candidata al gobierno del Estado de México habla largo sobre el abandono de nuestros jóvenes. En Tlatlaya los vio con rifles, agresivos. En Temoaya los encontró grises, sin esperanza. “Lo han perdido todo, hasta el respeto a la vida. Por eso no hay que apostar más que a educarlos, a fomentarle­s valores, a dignificar­los como seres humanos”.

Tras un par de años trabajando horas extra en el sistema público, la maestra dirigió una escuela privada y bilingüe que recién abría sus puertas, Columbia School. De inicio, abrió sólo la primaria, con 25 niños aproximada­mente. Después se añadió el jardín de niños y más adelante la secundaria y la preparator­ia. “Entonces la dejé porque lo único que yo tenía seguro era mi plaza, y regresé al sistema oficial para que no me dieran de baja”. Tenía 26 años.

Delfina Gómez nunca se casó. “La verdad, para mí el matrimonio no era necesario. Yo me enamoré de mis niños, tengo un montón de niños”. -Eso es otra cosa, maestra. -Yo lo sé, pero me acuerdo mucho que mi mamá poco antes de morir, me dijo: “Hija, no me gustaría dejarte sola, no me gustaría que padecieras como padeció tu tía Luisa…” También me acuerdo de mis novios con cariño, pero nadie me movió el tapete como para irme a ojo cerrado. Uno hasta

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