La salida de París
La semana pasada, el presidente de Estados Unidos anunció su decisión de finalizar toda participación de su país en el Acuerdo de París sobre cambio climático, en vigor desde noviembre de 2016. A pesar de esta determinación, es probable que esa nación siga evolucionando hacia fuentes de energía menos contaminantes.
El Acuerdo de París es un arreglo internacional que busca contener el aumento de la temperatura global, mediante compromisos nacionales de reducir la emisión de gases con efecto invernadero.
La meta es limitar el aumento del clima mundial a 1.5 grados centígrados por encima de los niveles preindustriales. Supone que un incremento de dos grados sería el umbral a partir del cual se generarían daños irreversibles en la atmósfera, con riesgos, entre otros, de crisis de alimentos y de agua.
Además, a partir de 2020, los países desarrollados prometen transferir 100 mil millones de dólares anuales a las naciones en desarrollo para apoyarlas en la adaptación.
El convenio no es vinculante en términos de leyes internacionales, por lo que no puede forzarse su cumplimiento. Establece, más bien, un sistema de informes quinquenales de avance, el cual operaría como mecanismo de presión colectiva. En estas revisiones, se espera que los objetivos, así como el financiamiento, se hagan cada vez más ambiciosos.
El acuerdo es una mejora respecto a arreglos previos. En particular, a diferencia del Protocolo de Kioto que exceptuaba de responsabilidad a los países en desarrollo, todos los países firmantes, que ascienden a 195, se han comprometido, en diferentes grados, a disminuir la emisión de gases en los siguientes diez a quince años.
Empero, el arreglo exhibe obvias fragilidades que facilitaron el rechazo del presidente Trump, entre las que sobresalen tres.
Primera, al tratarse de decisiones ejecutivas de los gobiernos en turno, el pacto difícilmente representa un marco de reglas estable. En particular, la participación de Estados Unidos no requirió de la aprobación del Congreso ni, por lo tanto, del apoyo político. El simple cambio de administración hace posible la revocación de las decisiones.
Según los estatutos, la salida formal del acuerdo no ocurriría antes de noviembre de 2020, por lo que, en principio, Estados Unidos debería respetar, hasta entonces, sus compromisos. No obstante, no existe instrumento legal alguno para obligar su observancia.
Segunda, el arreglo supone que el calentamiento global tiene su origen, principalmente, en la emisión de gases de efecto invernadero y que la ausencia de control gubernamental necesariamente llevaría a una aceleración del aumento del clima y, tarde o temprano, a una catástrofe mundial.
Aunque el estado de la ciencia aún no es concluyente al respecto, el pacto apunta a la eliminación a mediano plazo del uso de todo combustible fósil. Tal visión parece negar las posibilidades de cambio tecnológico que permita la utilización de estas fuentes de energía con menor impacto sobre el medio ambiente.
Tampoco refleja un análisis de los beneficios netos para la sociedad. Específicamente, para Estados Unidos parece minimizar los costos de no utilizar sus abundantes recursos naturales, lo que puede generar metas demasiado restrictivas para el crecimiento económico. Además, aparentemente no toma en cuenta el mejor uso alternativo del financiamiento comprometido, considerando la desafortunada experiencia con la ayuda internacional.
Tercera, relacionada con la anterior, el acuerdo no estipula la forma en que las naciones cumplirán con sus metas. En el caso de Estados Unidos, el método preferido por la administración anterior fue la proliferación de regulaciones detalladas que son ineficientes.
La contaminación de la atmósfera es un caso típico de externalidad negativa. De ahí que sea preferible usar los métodos identificados por los economistas para hacer congruentes los incentivos privados con los beneficios y costos sociales. Dos medidas equivalentes serían los impuestos directos al carbón y las subastas de derechos negociables de emisión de gases.
Finalmente, como todas las economías modernas, Estados Unidos ha ido actualizando sus técnicas de generación eléctrica recurriendo a nuevos procesos basados en gas natural, que son menos contaminantes. Asimismo, se han incrementado las instalaciones de energía eólica y solar.
Estos cambios obedecen, mayormente, a la disminución de costos de las nuevas tecnologías y a la gran preferencia del público por demandar energías no contaminantes. Es probable que esa transformación continúe, aun sin París. Manuel Sánchez González es exsubgobernador del Banco de México y autor de Economía Mexicana para Desencantados (FCE 2006)
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