Sociedad descreída
¿Cuál es el sino de una sociedad incrédula, desmotivada y adormecida? ¿Hacia dónde pueden fluir los destinos de una colectividad que, seducida por quimeras, endosa su facultad deliberativa y renuncia a su potestad decisoria?
El mundo actual, incierto, complejo y líquido, como nunca ántes, obliga a las sociedades, para ser prósperas y estables, a una participación activa y competente en los asuntos públicos y el asunto público de su primigenia competencia y responsabilidad es la selección de sus gobernantes y, a través de ello, la elección del rumbo que desea andar por decisión y para beneficio propio, en uso y usufructo de su soberanía.
Abdicar de tal imperio ciudadano, no puede traducirse sino en la repetibilidad circulante de las realidades y retornar, cual Sísifo, al comienzo de un esfuerzo inútil, reiterada e indefinidamente, absurdo que no logrará otra cosa que ahondar, en cada ciclo, el desánimo, el enfado y la incredulidad, sin reparar que la causa que los origina y los alimenta es también la propia pasividad de quien los padece.
La desconfianza surge de dos fuentes que se conjugan: la mediocridad de una sociedad tradicionalmente sobreprotegida y utilizada, conforme con su circunstancia y cedida a la manipulación y la voracidad de aquellos que no reconocen en ella otra cosa que un objeto de lucro y poder de la cual extraer beneficio. “Tanto peca el que mata la vaca...”
Una sociedad descreída se desactiva, cede a la inercia, se vuelve presa del rapaz, del astuto, del ungido, del iluminado. Abdica al derecho que le asiste como parte del contrato establecido con el Estado, se arresta de exigir y vigilar, torna a ser súbdito dócil y abnegado ante la certeza, esa sí, de un futuro cruel y de desdicha, en el que no ha de ser sino fuente de extracción cotidiana de rentas para los amos.
Reflexionemos sobre el futuro que aguarda.
No te afanes, alma mía, por una vida inmortal, pero agota el ámbito de lo posible.
(Camus)