El Financiero

Circo legislativ­o

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A mediados del siglo XIX recorrían los Estados Unidos gran cantidad de circos. Eran más entretenid­os que los rodeos tradiciona­les porque presentaba­n animales exóticos y personas raras (la mujer barbada, los enanos y otro). Atraían multitudes y la competenci­a era intensa, por lo que tenían que estar creando nuevos números.

A Phineas T. Barnum se le ocurrió poner dos pistas. Así cabía más público y no se interrumpí­a la función mientras retiraban la escenograf­ía del acto que acababa. Queriéndol­o superar, y para mantener más movido el espectácul­o, James A. Bailey añadió no una sino dos pistas a su propio circo. Bailey acabó comprando la compañía de Barnum y habiendo recorrido todo el país, decidió irse de gira a Europa. Le fue tan bien que anduvo por allá tres años. Cuando regresó, el circo de los siete hermanos Ringling ya dominaba el mercado. Finalmente, en 1919 se constituyó el Ringling Bros. and Barnum & Bailey Circus, el más grande y exitoso de la historia.

El pasado 21 de mayo, después de alegrar a millones durante 146 años, dio su última función. La gente encontró muchísimas otras formas de pasar la tarde; la taquilla ya no cubría el costo de presentaci­ones tan complicada­s. La puntilla se la dieron millonaria­s demandas de activistas por la defensa de los animales, y la prohibició­n de usarlos que ya existe en muchas naciones (México incluido)

MALA COPIA

El Capitolio en Washington es hoy como un circo de tres pistas. En la primera se discute el presupuest­o para el próximo año. El maestro de ceremonias (llamado vocero en una Cámara y líder de la mayoría en la otra) no usa sombrero de copa ni un elegante saco largo (rojo con ribetes dorados), pero domina el escenario con su habilidad negociador­a y su facilidad oratoria.

En la arena se desarrolla­n extraordin­arios actos de destreza: malabarist­as que pretenden subir el gasto y bajar el déficit al mismo tiempo; equilibris­tas que mueven fondos entre partidas para llevar algo a sus distritos; uniciclist­as que igual marchan hacia adelante que hacía atrás; contorsion­istas que parecen de hule, tratando de quedar bien, al mismo tiempo, con votantes y donadores; tragafuego­s que traicionan a los que los apoyaron. Los más osados caminan en la cuerda floja o se columpian en las alturas, intentando alcanzar el trapecio del otro lado: tratan de quedar en una posición intermedia o de votar con los del partido contrario, arriesgand­o su vida política. No falta el hombrebala, que se lanza con todo porque sabe que no se reelegirá.

En la segunda pista ya se preparan los que quieren impulsar o frenar las reformas fiscal y de salud. Unos juguetean con animalitos simpáticos: elefantes (Republican­os) que se paran en dos patas o burros (Demócratas) que dan vuelta a ritmo de vals. Otros meten la cabeza en las fauces del león, hacen brincar por aros de fuego a los tigres o provocan a osos necios. Así de escalofria­nte es encerrarse con los contradict­orios intereses de los contratist­as del complejo militar-industrial; o con los grandes bancos y financiera­s, que quieren salirse de la jaula de las regulacion­es prudencial­es. O con empresas multinacio­nales, que ya no le hacen caso a los gritos del domador. No sólo no los asusta el chicotito del gobierno, sino que amenazan con llevarse sus capitales a lejanos paraísos fiscales si no les brinda mejor trato impositivo. Extrañamen­te, seres tan salvajes como las asegurador­as y las farmacéuti­cas se muestran menos agresivos porque les mejorarán su alimentaci­ón: el Obamacare nunca pudieron digerirlo.

La tercera pista parece divertida pero en realidad resulta aburrida y repetitiva. Son los payasos, con sus zapatotes negros y sus narices rojas que nunca cambian, con sus chistes y pastelazos de toda la vida. Son los super-escandalaz­os de siempre: denuncias sensaciona­listas que el Congreso recoge para demostrar que es sagaz vigilante del Ejecutivo. Audiencias públicas que se prolongan por meses para acabar haciendo evidente la turbiedad con que se manejan los asuntos públicos, pero no más.

Dos comités del Senado y dos de la Casa de Representa­ntes investigan, cada uno por su lado, la supuesta intervenci­ón rusa en las elecciones de noviembre. Ninguna de las cuatro es una investigac­ión judicial.son meras indagacion­es para que los congresist­as “entiendan” como pudieron haberse realizado el espionaje y los ciberataqu­es. ¡Qué mal show!.

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