El fin de la democracia
La democracia es el peor de los sistemas políticos, con la excepción de todos los demás, dicen que dijo Churchill. De hecho, en los 15 mil años que llevamos viviendo en grupos grandes, mayores que lo que naturalmente podíamos manejar, en muy pocas ocasiones se ha experimentado con la democracia. Algunas ciudades-estado de Grecia, hace 2,500 años, de entre las cuales Atenas es la más famosa, tuvieron democracias por un siglo, tal vez dos. Algo similar ocurrió en algunas ciudades italianas y otras del norte de Europa en los siglos XIV y XV. En Países Bajos, el sistema se hizo popular a partir del siglo XVI, y se exportó a Gran Bretaña a fines del XVII. Las revoluciones del siglo XVIII, la estadounidense y la francesa, convirtieron a la democracia en la gran aspiración de Occidente, aunque en realidad pocos experimentaban con ella.
Esa democracia, por cierto, no se parece a la nuestra. Hasta que los Países Bajos la transformaron, la democracia era más bien directa, pero sólo entre un grupo pequeño de ciudadanos. No todos los que vivían en la ciudad tenían ese título, había que ser hombre maduro, saber leer, tener una religión determinada y contar con un capital mediano para ser considerado parte de la ciudadanía. Se trataba más bien de una especie de oligarquía democrática. Es en el siglo XIX, y especialmente en el mundo anglosajón, en donde se va ampliando paulatinamente la “franquicia”. El límite de edad se fue ampliando, se quitó la restricción religiosa y de capital, y para inicios de la Primera Guerra Mundial había algo que podemos llamar “democracia masculina” en esos países. En la mayoría se mantenía el autoritarismo, en diversas formas. La democracia de la que todos hablamos como si hubiese existido desde siempre, es algo que se generalizó en Occidente a partir de la II Guerra Mundial. Es decir, hace apenas 70 años.
Los mejores momentos de esta democracia ocurrieron en los años 90 del siglo pasado, cuando una mayoría de naciones podía considerarse democrática. En este siglo, hay cada vez menos. Como ya hemos comentado en diversas ocasiones, ese tiempo, de la II Guerra Mundial a los años noventa, es también el de izquierdas y derechas, y de los medios masivos de comunicación.
Sólo los mayores de 40 años (tal vez 45) conocieron ese mundo. Los más jóvenes sólo saben de él por referencias de otros, a los que hacen poco caso. Por eso ahora llaman izquierda a cualquier cosa que les parece disruptiva o de justicia social, y derecha a todo lo demás. Por eso son capaces de votar por personajes profundamente autoritarios (Trump, Corbyn, Le Pen, Melenchon) creyendo que defienden libertades. Lo que conocen les parece natural, como a los mayores de 40 años les ha parecido natural la división del mundo en izquierda y derecha, la democracia y el estado de bienestar.
Creo que la transformación que estamos viviendo en el mundo es bastante más compleja de lo que interpretan algunos, especialmente economistas. Insisten mucho en que los problemas de hoy provienen de un incremento de desigualdad, que la ha llevado a niveles como los previos a la I Guerra Mundial. En países anglosajones esto es cierto. Pero no es una causa, es un síntoma. Así como la primera globalización creó mercados mundiales para unos pocos productores que pudieron acumular grandes riquezas, hoy la segunda globalización crea mercados mundiales para unos cuantos proveedores de los bienes más preciados de la actualidad: entretenimiento y comunicación. Por eso ganan más deportistas, actores y conductores que los directores de las empresas más grandes del planeta. Y por eso, creo, es posible que asistamos al fin de la democracia. Otro día platicamos más. Profesor de la Escuela de Gobierno,
Tec de Monterrey
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