Presidencialismo vs. semiparlamentarismo: Más allá de la segunda vuelta
El debate sobre si debemos de contar con una segunda vuelta en los procesos electorales, o no, continúa en plena efervescencia, al conocerse los resultados de las recientes elecciones estatales. Es evidente que el voto se ha pulverizado, y es previsible que en las elecciones del 2018 se va a pulverizar aún más, ante la participación de los candidatos independientes, ya que algunos de ellos podrían tener una participación no despreciable.
Aún y cuando los juristas afirman que el pasado 31 de mayo se cerró el plazo legal para poderlo concretar, 90 días antes de que inicie el proceso de las elecciones, si hubiera la voluntad política, aún se podría concretar, según lo propone María Amparo Casar, mediante una modificación al artículo 81 de la Constitución. Otros afirman, con razón, que subirían los costos de los procesos electorales, lo que es obvio. Pero los costos de tener gobiernos débiles y sin control del Congreso son aún mayores. Recordemos los 15 años de parálisis legislativa que sufrimos desde las elecciones intermedias del presidente Zedillo (1997), hasta el fin del sexenio de Calderón. Hay otro grupo de destacados actores políticos, como Manlio Fabio Beltrones, que están pugnando por los gobiernos de coalición. Lo que está contemplado de una forma muy imperfecta en nuestro marco legal.
Por otra parte, acabamos de presenciar un proceso ejemplar, impecable y sorprendente de las elecciones en Francia, en donde un ciudadano exsecretario de Hacienda, formó en unos meses un movimiento, y ganó las elecciones presidenciales en la primera y segunda vueltas, y semanas después está asegurando el control del Congreso, en las elecciones legislativas, lo que le permitirá formar su gobierno. Se puede intuir aquí que el hartazgo de las sociedades sobre sus políticos es algo generalizado en el mundo contemporáneo.
En las democracias, sólo existen hasta ahora dos alternativas de régimen de gobierno: el Presidencialismo y el Parlamentarismo o semiparlamentarismo, aunque desde luego existen diversas versiones de ambos sistemas dependiendo de lo que se ha venido estableciendo en cada país. En los dos regímenes se ha optado o por una rígida separación de poderes, prácticamente sin conexiones entre el Legislativo y el Ejecutivo; o por interconectar el funcionamiento institucional, a partir de la existencia de un gobierno elegido por el Parlamento y responsable ante éste, pero que, a su vez, tiene la potestad de disolverlo.
En el primero de ellos, normalmente el voto es directo, sobre el candidato presidencial y sobre los puestos del Congreso, ganando en cada caso, el que obtiene más votos o más nominaciones en el colegio electoral. El Presidente actúa como Jefe de Estado y como Primer Ministro. En muchas democracias presidencialistas la nominación de los miembros del Gabinete es sometida a la aprobación en el Senado. Pero quien los nomina es el Presidente.
En el régimen parlamentario el Ejecutivo se divide en dos. Por una parte está el Presidente, quien normalmente es el jefe supremo de las fuerzas armadas, recibe a los embajadores, representa al Estado en los organismos internacionales y tiene la facultad de disolver al Congreso (y por lo tanto al Gobierno). Por otra parte está el Primer Ministro, quien al ganar las elecciones indirectas, normalmente con la ayuda de algún partido político, o más, forma su gobierno.
El Presidencialismo ofrece un mandato estable, pero tiene el ries- go de caer en la parálisis legislativa, cuando el Presidente no cuenta con el control del Congreso.
El semipresidencialismo o parlamentarismo ofrece gobernabilidad, ya que por definición, el gobierno se forma a partir del grupo que obtiene el control del Congreso. Pero en contraparte tiene el riesgo de inestabilidad. Su duración es incierta, ya que las coaliciones se pueden romper, y el gobierno se cae.
Desde 1997, los mexicanos pudimos quitarle el control del Congreso al Presidente en turno. Después de 71 años de hegemonía absolutista del PRI y de un sistema tripartidista, hemos pasado ahora a la proliferación de muchos partidos y del voto fraccionado. Con la pluralidad vigente la Dictadura de Partido se ha transformado en una Dictadura de Partidos, en el que la sociedad se siente secuestrada por la clase política.
El presidente Peña Nieto ha logrado mantener una mayoría simple en el Congreso con el apoyo de algunos partidos satélite. Para adelante se ve muy difícil que quien gane las elecciones pueda tener más del 30% del voto y establecer un control del Congreso. El riesgo de regresar a la fase de parálisis legislativa es muy alto, y los costos económicos de esta circunstancia son desproporcionados. *Presidente de Bursometrica
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