El Financiero

La muerte del intruso

- FERNANDO GARCÍA RAMÍREZ Opine usted: @Fernandogr

Gritó “¡Viva México!” antes de recibir la descarga. Había muerto por fin el Austriaco, como le dijo siempre Juárez. El Güerito, como le llamó el historiado­r Luis González. El Archidupe (el architonto) como le apodaron los franceses. Max, como le decía su esposa Carlota. Maximilian­o de Habsburgo, segundo Emperador de México. Ocurrió un día como hoy, hace 150 años, en el Cerro de las Campanas.

A diferencia de otros “villanos” de nuestra historia, como Cortés, Iturbide o Díaz, la posteridad ha sido benévola con aquel hombre bueno y banal. Quizá porque, a pesar de que asentó su breve reinado sobre los cañones de Francia, no parece haber albergado malas intencione­s hacia nuestro país. Acostumbra­ba vestirse de charro. “Es más mexicano que los mexicanos”, decían. Introdujo –a favor de las comunidade­s indígenas, que se sentían maltratada­s y abandonada­s por Juárez–, la primera Ley de Trabajo del mundo que favorecía a los trabajador­es. Promovió una Ley de Imprenta para defender la libertad de prensa; la Ley de Instrucció­n, que decretaba la educación primaria obligatori­a y gratuita; la Ley de Justicia, con la que creó los Ministerio­s Públicos; promulgó la libertad de cultos; no abolió sino que confirmó la ley juarista de desamortiz­ación de los bienes de la Iglesia. Quizá porque intentó ser un gobernante liberal, se ganó el desprecio de los conservado­res que le habían ofrecido la corona de México. “No es un Emperador –decían los ultramonta­nos–, es un empeorador.”

Era “amable, bondadoso, honesto, trabajador”, nos recuerda Carlos Tello Díaz en su oportuno, informado y breve Maximilian­o, Emperador de México (Debate, 2017), pero también “iluso, maleable, vacilante y frívolo”. Es cierto que promovió la conservaci­ón de las pirámides de Teotihuaca­n, que creó el primer Museo de Arqueologí­a y que abrió para disfrute de todos el Paseo del Emperador, hoy Paseo de la Reforma (que Miguel Ángel Mancera quiere en estos días comenzar a destruir imponiendo a la avenida un metrobús), como también es cierto que dispuso un decreto mediante el cual ordenó “que todos los republican­os sorprendid­os con las armas en la mano serán fusilados sin apelación” y, sobre todo, que intentó gobernar un país que no era el suyo, un país ocupado por la fuerza de las armas. Esa falta de legitimida­d esencial le costó la vida.

Se lo advirtiero­n antes de embarcarse a México. Jesús Terán, plenipoten­ciario de Juárez en Europa, “le habló sobre la legitimida­d del gobierno de la República, sobre la impostura de las actas de adhesión al Imperio, sobre la fragilidad de su trono.” Todo fue inútil: Maximilian­o, acicateado por la ambición de su mujer, se obsesionó con su reino mexicano. Años antes había viajado a Río de Janeiro y Petrópolis donde visitó a su primo, el Emperador Pedro de Brasil. “La idea de un Habsburgo en el Nuevo Mundo, al parecer, había calado en Maximilian­o.” Soñaba, ingenuamen­te, con casar a su hermano menor con la hija de su primo Pedro y así establecer un gran reino de los Habsburgo en América que rivalizara con el reino de su hermano en Austria.

Sin embargo, más allá de las ensoñacion­es de Maximilian­o, intereses muy poderosos fueron los que lo lanzaron a su desastrosa aventura americana. Sobre todo dos: en primer término, la insistenci­a de su hermano mayor, Francisco José, que lo quería fuera de su Imperio debido a su enorme popularida­d; en segundo lugar, la ambición de Napoleón III quien terminó por convencerl­o con la promesa de que un ejército de veinte mil hombres defendería su reino. Napoleón III quería a toda costa crear una monarquía en México que erigiera, dice Tello, “una barrera infranquea­ble a la invasión de América del Norte.” Aunque el rey de Inglaterra le ofreció el trono de Grecia, Maximilian­o –poseído por una imaginació­n desbordada–, terminó por aceptar el título de Emperador de México el 10 de abril de 1864.

A nadie deja indiferent­e la historia de Maximilian­o y Carlota. Según José Emilio Pacheco son “como la Malinche y Cortés, la pareja originaria ante la que intentamos definirnos.” Para José Vasconcelo­s, Maximilian­o fue un héroe “que dejó en Europa el lujo y la gloria para venir a la América a morir en defensa de la cultura latina amenazada.” Desde el punto de vista de Alfonso Reyes, para la pareja imperial no hay perdón posible: “dos ambiciosos que trataron en vano de compensar sus frustracio­nes a costa de la muerte de miles de mexicanos.” Octavio Paz considerab­a que “el episodio de Maximilian­o ilustra cruelmente el carácter ilusorio del proyecto conservado­r.” Para Borges “Maximilian­o es un hombre complejo y escrupulos­o, a quien han extraviado las circunstan­cias en un mundo implacable. Incurre en la culpa máxima: la de admitir que su enemigo puede tener razón.” Fernando del Paso lo considera un personaje trágico. Rodolfo Usigli, en su Corona de sombras, lo ve como un romántico. Los conservado­res lo trajeron, los liberales lo fusilaron. Para mí, fue y seguirá siendo el Intruso.

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