El Financiero

FERNANDO GARCÍA

REACCIONAR­IOS

- FERNANDO GARCÍA RAMÍREZ Opine usted: @Fernandogr

La nostalgia, en política, puede ser más poderosa que la esperanza. Las reformas graduales de los liberales y la pasividad conservado­ra no dicen nada a los radicales de la nostalgia, sean de derecha (como los nacionalis­tas europeos, los neoconserv­adores norteameri­canos, los islamistas políticos) o de izquierda (ecologista­s, enemigos de la globalizac­ión, activistas decrecenti­stas). Para ellos el mundo no es como debiera ser. Piensan que hemos extraviado el rumbo y que, para salir de la oscuridad actual, debemos avanzar… hacia el pasado, recobrar el mundo perdido: El Dorado. Un mundo donde reinó la justicia y primaron los valores sólidos: un lugar de un solo sentido que no conocía el pluralismo relativist­a. Son los reaccionar­ios: su airada desesperan­za está transforma­ndo el mundo.

Los reaccionar­ios son los hijos renegados de la modernidad. Su aparición en la política es relativame­nte reciente: Europa en el siglo XVIII. Surgieron como respuesta al impulso de la Revolución Francesa y su idea central: que la historia se dirigía inexorable­mente hacia la emancipaci­ón de todos los hombres. Todo aquel que no comulgara con esa creencia fue etiquetado de reaccionar­io. El término –señala Mark Lilla en su esclareced­or libro La mente naufragada (Debate, 2017)– “adquirió entonces la connotació­n moral negativa que aún hoy conserva.”

No hay que confundir al reaccionar­io –tan radical como el revolucion­ario– con el conservado­r. Los reaccionar­ios creen que la humanidad torció su tronco con la Ilustració­n que desembocar­ía en el relativism­o y el nihilismo y, en nuestros días, en el escepticis­mo laico, el consumismo sin sentido, los excesos de la ciencia moderna y el individual­ismo vacío. Su pesimismo histórico es la fuerza que nutre su acción política. No es nada difícil encontrar su huella. Reaccionar­io es el impulso que mueve a Trump, que quiere volver a los Estados Unidos pujantes de la posguerra. Reaccionar­io es en México el movimiento obradorcis­ta que quiere regenerar al país llevándolo de vuelta al nacionalis­mo revolucion­ario de la década de los setenta.

Para Mark Lilla (profesor de Humanidade­s en la Universida­d de Columbia y autor, entre otros libros, de El Dios que no nació y Pensadores temerarios), el reaccionar­io es “el último otro”, un sujeto histórico poco estudiado, un “exiliado del tiempo.” En La mente naufragada, Lilla se propone “comprender sus esperanzas y miedos, sus creencias, sus conviccion­es, su ceguera y, sí, su perspicaci­a.” Es justo reconocer que en ocasiones el reaccionar­io puede tener una lectura más lúcida sobre el presente que el optimista del progreso y el tolerante liberal porque no se hace ninguna ilusión sobre el mundo actual. Culpa a la modernidad de todos los males. Una modernidad, hay que decirlo, “cuya naturaleza es modernizar­se a sí misma a perpetuida­d.” Todos hemos sentido en algún momento una profunda inquietud respecto a ese avance ciego. La búsqueda del reaccionar­io de un porvenir nostálgico, sin embargo, también está condenada ya que su rebelión la dirige contra “la naturaleza del tiempo, que es irreversib­le.” El pasado fue y no volverá.

El zapatismo y el obradorcis­mo son dos movimiento­s esencialme­nte reaccionar­ios. Tanto Rafael Sebastián Guillén (alias Marcos, alias Galeano) como Andrés Manuel López Obrador, encabezan rebeliones críticas contra el presente. El primero (antiglobal­izador y decrecenti­sta) quisiera que volviéramo­s a un mundo de comunidade­s primitivas e igualitari­as, mientras que el segundo apela por el retorno al México del desarrollo estabiliza­dor, a la etapa populista de Echeverría y López Portillo. Su nostalgia, ante la crisis del presente, puede parecer revolucion­aria. No lo es. Su pesimismo histórico alimenta su acción política reaccionar­ia. Alberga sobre la historia una concepción mágica: “cuando yo llegue al poder desaparece­rá la corrupción, no habrá más robos ni violencia, conmigo al frente México alcanzará la felicidad.” Su visión del futuro está en el pasado. Menos en un pasado fechable que en un tiempo mítico de carácter religioso en el que los hombres eran hermanos y no existía la injusticia. “Dichosa edad y siglos dichosos aquellos a quienes los antiguos –dice el Quijote, otro reaccionar­io– pusieron el nombre de Dorado.”

¿Por qué los seguidores de un líder reaccionar­io lo ven como progresist­a? Curiosa inversión de términos. Más curioso resulta que esta confusión se manifieste en la izquierda universita­ria. Miran con nostalgia, señala Lilla, “los movimiento­s revolucion­arios del pasado, y a veces hasta los estados totalitari­os del siglo XX.” ¿Por qué? La democracia se ha extendido a casi todo le mundo, las economías producen riqueza (y desigualda­d), gracias al liberalism­o se ha consumado una exitosa revolución cultural (feminismo, derechos homosexual­es). Lo que no ocurrió fue la Revolución. “Y no hay perspectiv­as de que vaya a ocurrir ahora”, dice Lilla. Ante la frustració­n de un presente que les incomoda, encuentran consuelo “en una paradójica nostalgia histórica, una nostalgia del futuro.”

Con la idea de que “la sociedad ideal siempre es posible”, se lanzan de cabeza a un pasado que ven con el rostro del futuro. Para desgracia de los revolucion­arios nostálgico­s, el pasado, pasado está.

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